Algunas consideraciones sobre el sentido de la vida
El que fue presidente de honor del Institut Borja de Bioètica, cirujano y humanista, Moisés Broggi, nos ofreció ya con una edad avanzada estas bonitas consideraciones sobre el sentido de la vida. En ellas apuesta por una mayor conciliación entre ciencia y humanismo.
La vida humana, como la vida de cada especie en general, está sometida a su propio ritmo en el curso del tiempo y nadie puede escapar a él. Empieza con el nacimiento y sigue con la infancia, adolescencia, juventud, madurez y al final, la vejez y la muerte. C. Jung lo compara con el recorrido que hace el sol, que, cuando se despierta por la mañana, brilla con una luz casi imperceptible y, a medida que se va alzando en el cielo, va aumentando su luz y calor, hasta llegar a la máxima potencia en el punto culminante del mediodía, para empezar a decaer después, hasta sumirse en la oscuridad de la noche. Asimismo, la vida se va desarrollando en el curso del tiempo en forma de etapas con características propias y perfectamente definidas: la infancia y adolescencia, con sus ilusiones y la aparición de la sexualidad, la juventud y madurez, con la lucha por la propia vida y por la de los hijos que crecen y, por fin, la vejez, con una ostensible declinación de las funciones vitales, con la pérdida de la fuerza muscular, la agudeza de los sentidos y la capacidad para el trabajo, situación que hace prever la proximidad de la muerte.
Esta forma en que se desarrolla la vida se da de una manera natural, precisa y regular; no tiene nada de confusa ni desordenada y, en caso de presentarse alguna perturbación, es la misma naturaleza la que tiende a recomponerla, igual que si existiera en ella misma una fuerza ordenadora. Este concepto de auto-organización abarca todos los niveles, incluso el del surgimiento de la vida y el cerebro humano, portador del intelecto, como una especie de computadora complicadísima que se ha hecho a sí mismo a consecuencia de dicha auto-organización universal, cosa que hace pensar en la existencia de una vinculación sobrenatural por encima de la racionalidad científica.
Sabemos poco del origen de la vida sobre la tierra; parece posible que se originara por la síntesis química de grandes moléculas auto-reproductoras, que seguirían progresando por un proceso de evolución natural, como afirman los darwinistas; pero no deja de ser sorprendente que la simple materia llegara a superarse a sí misma, produciendo el pensamiento y todo el universo de la mente humana; no obstante, se sabe que existe una estrecha relación entre los fenómenos mentales y determinados procesos cerebrales.
Siempre ha sido un tema de supremo interés pensar sobre el origen y finalidad de la vida del hombre
Siempre ha sido un tema de supremo interés pensar sobre el origen y finalidad de la vida del hombre. Según unos, se trataría de un objetivo final, del cenit de la creación, producto de un acto creador que tuvo lugar en un tiempo pasado y en un punto preciso y finito creatio originalis, o bien, según otros, no sería más que una simple anilla de la cadena evolutiva creatio continua, o fuerza evolutiva que actuaría permanentemente y que, desde un infinito pasado, velaría por la vigencia, mantenimiento y protección de las leyes naturales. Este poder de auto-organización alcanzaría todos los niveles, incluso al surgimiento y desarrollo de la vida.
A la ciencia, le es difícil aceptar otros motivos existenciales que no sean los puramente materiales y sobre todo que vinculen nuestro mundo a influencias sobrenaturales por encima de la realidad científica
Todo ello implica la necesidad de un poder proyector cósmico y nadie comprende que se diseñe ni se mantenga nada sin una finalidad determinada. A la ciencia, le es difícil aceptar otros motivos existenciales que no sean los puramente materiales y sobre todo que vinculen nuestro mundo a influencias sobrenaturales por encima de la realidad científica. Actualmente, a medida que se profundiza más en el estudio de la física y la biología, cada vez se ve más claramente que la materia sola no lo explica todo y que es necesario aceptar la existencia de fuerzas inteligentes que escapan a nuestra comprensión y que son las que lo propulsan todo.
La situación privilegiada del hombre sobre los otros seres se debe al desarrollo cerebral que le ha proporcionado el intelecto, el cual le ha permitido conocer y estudiar la naturaleza y sus leyes y también la creación de la técnica, con la que ha podido dominar el mundo, creyéndose el rey de la creación. Este mismo intelecto también le ha dado la posibilidad de poder escoger diferentes respuestas ante un mismo estímulo, lo cual ha sido, indiscutiblemente, uno de los factores adquiridos que más ha contribuido a dicha superioridad sobre la tierra y los demás seres. Pero con la aplicación del libre albedrío, el hombre también se ha hecho responsable de actuar peligrosamente sobre el orden natural.
En este sentido, los demás animales, faltados de intelecto, actúan por instinto, es decir, actúan de una manera inconsciente y muy arraigada ante los estímulos exteriores, sin intervención de la inteligencia. Con esta conducta instintiva están por debajo del hombre, pero debemos decir que, de esta forma, han podido sobrevivir y mantener durante muchos milenios un equilibrio armónico en la población de la tierra, mientras que ahora, el hombre, tan bien dotado con su intelecto y su técnica, lo está perturbando gravemente.
El hombre no puede vivir sin esperanza. Este vacío existencial constituye la neurosis colectiva más frecuente de nuestro tiempo y, muchas veces, se intenta compensar con la voluntad de poder o de posesión de dinero y bienes materiales
Nuestra cultura occidental está marcada por el signo del materialismo y, en este sentido, la ciencia ha logrado revelar los secretos más íntimos y sutiles de la materia y los mecanismos de la vida. Nos parecía, pues, que por este camino deberíamos encontrar la explicación de todas las cosas, pero no solamente no ha sido así, sino que, en último término, la vida y la misma ciencia nos revelan que todo es efímero y está destinado a desaparecer, empezando por nosotros mismos. Desde este punto de vista, no es posible encontrar un sentido a la vida, ya que, si venimos de la nada y vamos a parar a la nada, no es de extrañar que sean muchos los que, con esta idea, encuentren un gran vacío en sus vidas, pues esto no se puede asumir sin sentirse angustiado. El hombre no puede vivir sin esperanza. Este vacío existencial constituye la neurosis colectiva más frecuente de nuestro tiempo y, muchas veces, se intenta compensar con la voluntad de poder o de posesión de dinero y bienes materiales o lanzándose a un desenfreno libidinoso, a veces asociado a tendencias agresivas.1
Los grandes progresos que se produjeron en Europa a partir del s. XVI en todas las modalidades de la ciencia y sus múltiples aplicaciones prácticas han sido la admiración de todo el mundo y han hecho que, hasta hoy, la visión del mundo se centrara en la omnipresencia de la materia. Según esta visión, la vida sería únicamente el cuerpo material, destinado a disgregarse y desaparecer, después de lo cual no podría haber nada más.
En un famoso discurso pronunciado en la apertura del curso de la Academia de Física de Berlín en el año 1889, el físico Hermann von Helmholtz, citado por O.Espengler,2 decía que “el objeto de la ciencia era el estudio de la materia y de los movimientos que en ella se producen”, y añadía que “en cuanto a la esencia y a la intención de las fuerzas propulsoras de estos movimientos, escapan a la inteligencia del hombre”. Esto, Helmholtz lo decía en un momento en que la mayor parte de los científicos creían que la ciencia acabaría explicándolo todo y, por tanto, podría cambiarlo todo. No obstante, ahora es la misma ciencia la que, tras los más prodigiosos adelantos, nos revela que Helmholtz tenía razón en todos los aspectos, tanto en física como en biología. La realidad se nos presenta mucho más compleja de lo que se había pensado y cuantos más problemas se estudian, más complicaciones aparecen, e incluso topamos con el misterio. Y todos aquéllos que acumulan conocimientos, intentando saberlo todo, quedan decepcionados y ahogados en un mar de dudas y confusiones, y así es cómo la física, que hasta ahora había sido la ciencia más objetiva y materialista, se ha convertido en la más propensa a las especulaciones filosóficas por los enigmas que presenta. La imagen que hoy tenemos de la ciencia y, a través de ella, del universo, de la vida y del hombre, es muy diferente de aquella imagen simple, clara y ordenada que poseían nuestros antepasados más próximos.
La física actual nos dice que las partículas cuánticas (infinitamente pequeñas) y el cosmos (infinitamente grande), están íntimamente relacionados. Mediante la comprensión de una de estas dimensiones, podemos entender la otra, ya que la misma coherencia que rige la escala cuántica rige también la cosmológica.
No es de extrañar que los científicos más expertos queden azorados al contemplar la inmensa y perfecta coherencia matemática de todo el mundo físico y se planteen los grandes interrogantes: ¿a qué y a qué fin va encaminada esta coherencia? ¿Por qué esto no nos hace posible negar la existencia de una unidad básica, resultante de una inteligencia dinámica, en evolución constante, que funcionaría a todos los niveles?
Es cierto que cada vez conocemos con más detalle y profundidad la constitución de la materia y los movimientos que en ella se producen, pero la esencia y la intención de estas fuerzas impulsivas escapan, y siempre han escapado, a nuestra inteligencia
Tal como decíamos antes, es cierto que cada vez conocemos con más detalle y profundidad la constitución de la materia y los movimientos que en ella se producen, pero la esencia y la intención de estas fuerzas impulsivas escapan, y siempre han escapado, a nuestra inteligencia.
En el mundo de la biología pasa lo mismo que en el terreno de la física. También en él se ha llegado al conocimiento de las estructuras y los elementos microscópicos más diminutos del cuerpo humano, y del estudio de los órganos y los tejidos se ha pasado al de las células y moléculas y al de los elementos físico-químicos, cuyas reacciones controlan y condicionan los fenómenos más sutiles de la vida, y se ha llegado a conocer la celebre molécula del ADN que nos viene dada por vía genética y dirige nuestra estructura y ciclo vital.
Los antiguos hablaban del impulso vital como de una fuerza misteriosa que nos vendría dada en el mismo momento de la fecundación e iría propulsando y dirigiendo toda la evolución del ser vivo hasta el momento de la muerte, fuerza a la que Aristóteles designó con el nombre de entelequia. Hoy día, la ciencia ha llegado a materializar esta fuerza vital en una molécula, sobre la cual podemos actuar, pero esta molécula tan importante sólo es el vehículo de dicho impulso vital, y seguimos pendientes del misterio de la entelequia, según el cual, el plan o proyecto a que estamos sometidos los seres vivos actúa en el tiempo como cualquier ordenador, cosa que también plantea la existencia de una fuerza dinámica e inteligente con finalidad ordenadora y, exactamente igual que en la física, las fuerzas que propulsan y dirigen los movimientos que se producen en la materia viva parece que radicaran en ella misma.
Debemos considerar dos clases de organismos: las máquinas y los seres vivos, y ambos realizan sus funciones gracias a fuerzas físico-químicas. Las dificultades que se presentan para comprender el problema de la vida no consisten en explicar el curso normal de sus actividades, ya que ello tiene lugar de una forma totalmente parecida al trabajo de una máquina. El enigma se nos presenta en la producción de la estructura, que, en la máquina, reside en la imaginación y en la actuación del inventor que la ha construido de conformidad con un fin, mientras que, en el ser vivo, se trata de una estructura cambiante, según una programación precisa que se desarrolla en el curso del tiempo y va dirigida a un fin que desconocemos.
Cuanto más se profundiza en el estudio del ser vivo, más impresionante resulta comprobar cómo los más mínimos detalles responden a un intento de colaboración con el conjunto del organismo y cómo éste obedece a una programación dirigida que controla los cambios que se producen a lo largo de la vida, marcando el destino biológico, cuya esencia y finalidad ignoramos, aunque conozcamos las moléculas que lo conducen, procedentes del genoma.
Por un lado, del examen de las funciones y la disposición de los elementos que constituyen los seres vivos, se deduce que todo va encaminado a asegurar el cumplimiento de su ciclo vital, a asegurar la propia vida y la de la especie, pero, por otro lado, todos sabemos que el fin del ciclo vital es la muerte y la descomposición del cuerpo, de forma que todos los elementos, tan maravillosamente dispuestos y acoplados para defender la vida, están actuando para algo destinado a la desaparición, cosa que carece de sentido, a no ser que pensemos en la existencia de algo inmaterial, con un fin no temporal inasequible a nuestros métodos de percepción.
Ya hemos dicho que, ahora, los científicos reconocen que la materia no explica todos los fenómenos de la vida. Esta idea del alma como principio animador invisible nos viene de muy lejos y de las más antiguas filosofías. Dicen que el mismo Budha, poco antes de morir, pronunció las siguientes palabras: “sé que mi fin se acerca, que la vida es cambio constante y que nadie puede escapar a la desintegración corporal. En estos momentos, ya siento cómo mi cuerpo se va desmoronando, exactamente igual que un viejo coche usado y dilapidado, después de haberme servido de él en este penoso viaje por esta vida. No os lamentéis vanamente y pensad que, en este mundo, no hay nada permanente y no existe el vacío de la vida humana”, y acaba diciendo: “no debéis olvidar nunca que la muerte es sólo el final del cuerpo físico, y la verdadera persona no es el cuerpo humano, sino que es el alma, y esto existirá siempre”.
Tampoco es cierto que vengamos de la nada. Los estudios de genética nos dicen que nuestros genomas vienen de nuestros más remotos antepasados, y la sangre del feto es la misma que la de la madre, de manera que la vida no empieza ni acaba, y todos formamos parte de un gran conjunto de formas cambiantes. Además, la materia que constituye nuestro cuerpo no es la esencial, sino que forma lo que los físicos denominan un sistema estacionario que cambia continuamente, conservando una forma igual o parecida a sí mismo. Es lo que pasa con una llama o un río, en que el agua o las partículas incandescentes que los forman cambian continuamente. De hecho, los fisiólogos calculan que, en menos de diez años, toda nuestra materia corporal se renueva totalmente, de modo que, desde un punto de vista estrictamente material, yo podría ser otra persona bien diferente de la que era sólo hace diez años. El anterior podría haber muerto y ahora yo ser otro, aunque conserve un aspecto igual o parecido, si no fuera por la memoria, los sentimientos, los deseos y toda la parte espiritual que constituye el verdadero eje de nuestra personalidad.
¿Por qué nuestra personalidad es mucho más compleja de lo que a primera vista nos podría parecer? De momento y para simplificar, se le pueden atribuir tres planos diferentes: el material, el mental y el espiritual.
La idea de que hay algo que nos sobreviva a la muerte es antiquísima, como demuestran los numerosos monumentos funerarios de las más antiguas colectividades humanas conocidas
Todos los seres vivos son cuerpos materiales, de los cuales conocemos muy bien su composición y estructura, así como el propio ritmo evolutivo de cada especie. Nosotros, en este estudio, nos referiremos a la última etapa de la vida humana, o sea, la de la vejez, y a sus características, una de las cuales es la de ser el preludio de la muerte, pues no puede haber vida humana en ausencia del nacimiento y la muerte. Generalmente, el científico materialista evita el tema del más allá de la muerte, como si fuera un estorbo o se tratara de un tabú. La idea de que hay algo que nos sobreviva a la muerte es antiquísima, como demuestran los numerosos monumentos funerarios de las más antiguas colectividades humanas conocidas.
Creo que fue Kapila, cultivador de la filosofía samshya, una de las antiguas escuelas de la cultura indostánica,3 el primero que expuso que el hombre estaba constituido por tres elementos superpuestos: el cuerpo físico o material, el sutil o mental y el espiritual, que sería el omnipresente y eterno. Esta teoría ahora es aceptada por muchos psicólogos los cuales también confirman que debemos considerar en la persona humana, además del nivel corporal que conocemos bastante bien, un nivel mental, que es el que imprime carácter al hombre como ser humano. Este segundo plano, en parte material y en parte espiritual, es producto de la evolución de nuestro sistema nervioso, sobre todo del encéfalo, que, además de percibir las cosas del mundo que nos rodea, nos proporciona el pensamiento y todo el intelecto, el lenguaje, los sentimientos, la memoria, la imaginación, el poder de la voluntad y también la percepción de nosotros mismos, con lo cual nos formamos la idea del yo, de un yo separado de todo lo demás. También nos permite formarnos la idea o intuición de la existencia de un mundo inmaterial o metafísico que marca el movimiento de todas las cosas y de nosotros mismos. Los neurofisiólogos 4 nos dicen que existe una zona cerebral especializada en esta autoconciencia de las personas.
Es en este nivel de la mente o segundo nivel de la persona donde nos encontramos con el dualismo o interrelación evidente entre materia (cerebro), y el mundo inmaterial (conciencia), dualismo que nos recuerda el que existe en física entre materia y energía.
Para tener una visión general de la vida y del mundo, debemos recurrir a hipótesis metafísicas y, desde este punto de vista, hay que tener en cuenta que, junto a la maravillosa evolución material, sobre todo cerebral, experimentada por el hombre en el curso de su historia, debemos colocar otra evolución paralela cultural, o del pensamiento, que ha llegado a un nivel donde no sólo se trata de hacer la vida más aceptable y segura, sino que, además, intenta enfrentarse a los grandes problemas del significado de la vida y el sufrimiento. ¿Qué hacemos aquí? ¿cuál es nuestro objetivo? Y naturalmente, también al significado de la muerte. Preguntas que igualmente están en la misma base de nuestra creatividad artística y cultural.
Todo esto ha aparecido con el desarrollo cerebral y nos hace comprender la necesaria existencia de las fuerzas o principios sobrenaturales que, además de dirigir nuestro ritmo vital, marcan el orden y dirigen los movimientos de todos los cuerpos existentes que llenan el universo y que los antiguos ya denominaban el espíritu universal, evidente premonición de la idea del Dios único, que constituye una de las mayores concepciones de la humanidad. Nosotros, como todo lo creado, también estaríamos en posesión de una parte de ese principio divino que confiere un significado cósmico a nuestra existencia y que constituye el tercer nivel al que nos referíamos como espiritual, que todos llevamos dentro y que, como decían las antiguas filosofías, sería una parte o dependencia del principio universal o divinidad que, además de ser el alma de todo, imprime un orden eterno, sin principio ni fin.
Generalmente, el yo mental se identifica con el cuerpo material, con sus deseos, placeres, pasiones, alegrías, sufrimientos y miserias (egoísmo), y sobre todo con el miedo a la nada, que está en el trasfondo de todo. Es necesario huir de esta identificación con el cuerpo material y sus atributos, pues éste es el camino de todas las angustias, miserias y del egoísmo, que tan difícil hace la convivencia en nuestro mundo. Hay que saber concentrarse en el elemento espiritual que hemos mencionado, que no se ve ni se siente, pero que mueve todo el universo y nos inclina hacia el amor a los demás y a la naturaleza. Esto, al anciano, le es mucho más fácil, pues el mismo proceso de la vejez, con el desmoronamiento del cuerpo, le pone en evidencia la carencia de valor, la fugacidad del mundo material y la necesidad de dirigir la mirada hacia el mundo eterno de la espiritualidad.
Actualmente estamos entrando en una nueva era de reflexión y reconsideración, sobre todo en los medios científicos, donde se toma conciencia del error que ha representado el desprecio de las filosofías y las religiones tradicionales, que han sido suplantadas por una ciencia incapaz de substituirlas
Es evidente que ese sentido de la vida debemos buscarlo en el campo ilimitado de nuestra vida interior y en el conocimiento de nosotros mismos. Únicamente así podremos intuir que en la vida hay algo permanente que escapa a la destrucción. Actualmente estamos entrando en una nueva era de reflexión y reconsideración, sobre todo en los medios científicos, donde se toma conciencia del error que ha representado el desprecio de las filosofías y las religiones tradicionales, que han sido suplantadas por una ciencia incapaz de substituirlas.
Sobre esta doble posibilidad anímica de nuestra persona, encontramos una evidente analogía con la historia de las dos ciudades de San Agustín. El célebre obispo de Hipona escribió su obra en una época sumamente crítica, en el siglo V d.c., momento en que tuvo lugar el asedio y destrucción de Roma por Alarico y sus hordas salvajes, cosa que representaba en aquellos momentos el desmoronamiento de todo un mundo que tenía casi un milenio de duración y que parecía eterno. Es entonces, en esos momentos de angustia, cuando el obispo de Hipona nos cuenta la historia de las dos ciudades o conjuntos humanos, tan antagónicos como el mal y el bien: la civitas diaboli y civitas dei, la terrenal y la celestial, que surgen de dos amores: del amor a sí mismo hasta el desprecio de Dios, en el primero, y del amor a Dios hasta el desprecio de sí mismo, en el segundo. Creo que esta simbología puede aplicarse muy bien a nuestra personalidad, en el sentido de que la mente tanto puede identificarse con el cuerpo material como con el plano espiritual, teniendo en cuenta que el amor al prójimo y a todo lo demás es amor a Dios, mientras que el amor a sí mismo sólo busca la propia gloria y no sabe elevarse, ni siquiera en la justicia humana.
En cuanto a la muerte, desde la más remota antigüedad, existía la idea de que, en el momento del deceso, algo de la persona seguiría viviendo, abandonando el cuerpo para reunirse con los antepasados y disfrutar de la paz eterna. Esta idea del alma sobreviviente se nos muestra simbólicamente grabada en los restos funerarios de las civilizaciones más antiguas. Por ejemplo, los egipcios y babilónicos se manifiestan con unas confusas ideas sobre la existencia de un doble cuerpo. Cuando el cuerpo externo o visible muere, es necesario conservar el cadáver, pues todo daño o perjuicio sobre éste repercutiría sobre el otro. De aquí, la gran solicitud y cuidado que ponían en el embalsamamiento de los cadáveres, que procuraban sepultar en lugares apartados de toda posibilidad de profanación y de difícil acceso. Otras culturas tenían la idea del alma como de una entidad no material y separada del cuerpo y, por tanto, optaban por la cremación como método más rápido para separarla del cuerpo en su fase de descomposición.
El hombre necesita creer en un más allá y en las religiones que dan un sentido a la vida. Además, la ciencia, con sus últimos avances, nos dice que la misma vida también es un misterio, pues todavía no sabemos muy bien si nuestro mundo perceptible se corresponde o no con la realidad
Ya hemos dicho que todo esto no tiene nada de científico ni de comprobable, pues nos movemos en el terreno del misterio, pero también hemos dicho que el hombre necesita creer en un más allá y en las religiones que dan un sentido a la vida. Además, la ciencia, con sus últimos avances, nos dice que la misma vida también es un misterio, pues todavía no sabemos muy bien si nuestro mundo perceptible se corresponde o no con la realidad. Esta realidad que observamos y analizamos y que constituye la base de nuestros conocimientos es la que nos revelan nuestros sentidos y no sabemos hasta qué punto éstos captan la verdadera realidad. Cuanto más se avanza en el conocimiento de nuestro mundo sensorial, mayores son las dudas de cómo es la realidad, pues hay indicios evidentes de que existe un mundo mayor, más rico y diverso que el que nosotros percibimos y del que quedamos excluidos por las limitaciones de nuestros sentidos y de nuestra mente.5 Además, no es posible contemplar la estricta perfección con que todo se realiza sin que resulte nada fácil atribuirlo a causas físicas ciegas o a la simple casualidad. Es preciso aceptar la existencia de unos principios generales que actúan y gobiernan todo lo que existe, lo cual significa que debemos dar cabida a otro tipo de realidad que lo abarque todo, no objetivable y, por tanto, no detectable por métodos científicos. Sobre este punto, podemos muy bien decir, al contemplar la maravillosa inmensidad del cosmos y la misma complejidad y perfección del cuerpo humano, que se nos aparecen como una operación única, calculada con extrema precisión, igual que todos los fenómenos del universo. Podemos explicarlo todo de muy diferentes maneras y apoyarnos en teorías diversas, aunque en ellas intervenga más la imaginación que la razón, pero creer que todo ha sucedido por azar nos parece completamente inaceptable.
Hay dos enfoques mentales del Yo: el primero, que es puramente objetivo, el de la unión con el cuerpo material, y el segundo, el de la unión espiritual, que es el que admite como necesaria la intervención subjetiva del hombre. Podemos decir que los dos son difíciles de compaginar y, por regla general, el que sigue uno de los dos deja de considerar el otro. El primero es el que nos lleva al egoísmo con todos sus defectos y calamidades, pero, sin moverse de las estructuras materiales, es el que nos permite investigar todos los detalles del mundo circundante, constituyendo la base de la ciencia, pero sin ninguna indicación sobre los resultados ni los fines, ya que el método científico se muestra incapaz de ir más allá de los límites marcados por las estructuras materiales, ni de decir nada de los niveles no materiales, tanto del cosmos como del hombre, ni sobre la existencia de un principio común, sobre el cual antiguos filósofos de hace casi tres milenios decían que ”la fuerza que mueve las estrellas es la misma que hace latir el corazón del hombre”.
Debemos tener en cuenta también que la objetividad es una creación subjetiva del hombre y que las verdades científicas no son superiores ni más plausibles que las especulaciones sobre saber qué somos, de dónde venimos y adónde vamos. La ciencia no puede vivir apartada y ciega frente a las sugerencias, dudas y el vuelo imaginativo que nos revela el humanismo
Este punto de vista metafísico se basa en la intuición directa, considerando apriorísticamente las diferentes formas de la realidad unidas a un principio común, en contraposición al método objetivo, que se limita a lo que se ve y se toca. Según muchos pensadores modernos, estas dos posiciones deberían complementarse para conseguir una visión del mundo cumplida y equilibrada. Debemos tener en cuenta también que la objetividad es una creación subjetiva del hombre y que las verdades científicas no son superiores ni más plausibles que las especulaciones sobre saber qué somos, de dónde venimos y adónde vamos. La ciencia no puede vivir apartada y ciega frente a las sugerencias, dudas y el vuelo imaginativo que nos revela el humanismo.
Referencias bibliográficas:
1. Frankl V. El Hombre en busca de sentido. Madrid: Herder; 1971.
2. Spengler O. La decadencia de Occidente. Madrid: Espasa Calpe; 1925.
3. Zimmer HR. Philosophies of India. Princeton: J. Campbell; 1951.
4. Popper K. El Yo y su cerebro. Barcelona: Labor; 1977.
5. Keyserling C. Del sufrimiento a la Plenitud. Buenos Aires: Sur; 1938.
Para citar este artículo: Broggi M. Algunas consideraciones sobre el sentido de la vida. Bioètica & debat · 2008; 14(53): 3-8