Antropologia de la inmanencia
Con motivo de la pandemia, el Dr. Jaume Duran escribió este artículo que puede adecuarse a todo tipo de adversidades y del cual presentamos un extracto. Repensar las virtudes cardinales y revalorizar la espiritualidad puede ser un buen modo de construir una respuesta más sólida y completa a los hechos que nos abruman. Por tanto, hace falta una antropología de la inmanencia que no desestime ninguna faceta del ser humano. Al contrario: que las integre todas. Así pues, mientras curamos y como sociedad respondemos a la adversidad planteada, también es la hora de llegar a ser seres antropológicamente realizados, que no menosprecien nada de su condición y que lo dispongan todo para responder con una ética de mínimos, pero oteando, siempre, una ética de máximos.
Director general de la Fundació Sanitàri de Mollet. Doctor en Medicina y Cirugía. Licenciado en Teología. Doctor en Filosofía
Máster Universitario en Bioética.
Hoy, en el contexto que nos ha tocado vivir, la mirada a las dimensiones que nos hacen como somos y las virtudes que las sustentan toman una especial perspectiva y relevancia, la de la inmanencia. El ser humano se ha definido como el conjunto harmónico de los distintos ámbitos que lo explican: el físico, el del raciocinio, el emocional y el espiritual, todos ellos en el marco de un modelo relacional con los otros, esto es, en un marco social
Cuando todo parece perdido, el ser humano saca fuerzas al contemplarse individuo, colectivo creado, criatura hecha de distintas dimensiones que nos hacen uno solo para afrontar la dificultad y la fragilidad de la mejor manera. Mientras que las capacidades que la naturaleza nos ha permitido desarrollar están ligadas a las dimensiones que configuran a esta persona humana, que ha evolucionado de la mano de la selección natural y de la adaptación al medio y a los agentes externos, es preciso considerar el valor de las virtudes humanas en el fortalecimiento de las junturas que articulan y dan unicidad a las dimensiones de la persona en su evolucionar. Hoy, en el contexto que nos ha tocado vivir, la mirada a las dimensiones que nos hacen como somos y las virtudes que las sustentan toman una especial perspectiva y relevancia, la de la inmanencia. El ser humano se ha definido como el conjunto harmónico de los distintos ámbitos que lo explican: el físico, el del raciocinio, el emocional y el espiritual, todos ellos en el marco de un modelo relacional con los otros, esto es, en un marco social. Las capacidades de la persona humana en su dimensión física nos hacen biológicamente adaptados a la supervivencia gracias a los infinitos mecanismos de la biología, la química y la ciencia básica, a los millones de células que nos permiten nutrirnos, respirar, movernos, reproducirnos, ver, oler, sentir… para así evolucionar como especie. Las capacidades de la esfera emocional han permitido adaptar el ser vivo que somos al entorno más próximo a partir de reconocer las emociones básicas, propias o ajenas, para prepararnos para responder al miedo, a la ira, a la amenaza, a la felicidad y, también, al enamoramiento y al deseo esencial. Quizás ha sido la razón, el pensamiento organizado, el lenguaje simbólico, la proacción y la anticipación a los sucesos que han de venir lo que ha hecho considerar a esta persona como el animal racional por excelencia, como apuntó Aristóteles hace ya muchos años, a pesar de las grandes reservas que los neurobiólogos actuales anotan, como el mismo Dr. A. Damasio, afirmando que el 80 % de nuestras decisiones son emocionales. La racionalidad nos ha permitido entendernos y explicarnos. Pero la dimensión espiritual es la que probablemente nos caracteriza más respecto de otras especies, a partir del conocimiento que tenemos hoy, en el sentido de que permite desarrollar en la persona los conceptos de ética, de búsqueda del bien, de estética y de trascendencia vital para dar un sentido último a la vida que vivimos. Esta dimensión espiritual de lujo nos da pleno sentido como seres y nos conduce a una ética de máximos.
La racionalidad nos ha permitido entendernos y explicarnos. Pero la dimensión espiritual es la que probablemente nos caracteriza más respecto de otras especies, a partir del conocimiento que tenemos hoy, en el sentido de que permite desarrollar en la persona los conceptos de ética, de búsqueda del bien, de estética y de trascendencia vital para dar un sentido último a la vida que vivimos. Esta dimensión espiritual de lujo nos da pleno sentido como seres y nos conduce a una ética de máximos
Las virtudes, etéreas, esenciales e invisibles a los ojos hacen de nuestras dimensiones un tejido único, como si se tratara de una sola pieza, aunque irrepetible en cuanto que individuos. Permiten entendernos como un todo, a pesar de ser un todo con distintas dimensiones. Son las manifestaciones prácticas de los valores fundamentales, o ideas platónicas que nos hacen vivir en la tierra. Entre las muchas virtudes que conocemos, todas ellas sirven para toda vida y persona, como describe mosén Amagat en Las virtudes de estar por casa. Algunas han dejado huella por su valor moral, por su reiteración en el tiempo, ya descritas por los más valiosos pensadores como virtudes cardinales: la fortaleza, la templanza, la prudencia y la justicia. Las virtudes cardinales, a pesar de permitirnos orientar una vida de verdad, una vida antropológicamente entera, fluyen para relacionar, como decíamos, las dimensiones de la persona, pero especialmente las dimensiones del cuerpo y del alma, es decir, la biofísica, la racional y la emocional. Nuestra estabilidad, la capacidad de razonar, de vivir emocionalmente estables, de equilibrar el cuerpo con las funciones fundamentales de un vivir sano y fuerte para afrontar las adversidades, las penas, los retos que una experiencia como la del coronavirus nos hace vivir y ver las pérdidas y sufrimientos del otro, a quien ni conocemos ni vemos partir…, todo esto pide más que nunca el ejercicio de la fortaleza, la templanza, la prudencia y la justicia.
Solamente integrando todo lo que antropológicamente somos y podemos ser, seremos capaces de garantizar la defensa de los derechos de los otros, de los necesitados en salud o en aspectos sociales
Efectivamente, los principios éticos fundamentales que defendemos para los otros y para nosotros mismos en el mundo de las posguerras conocidas del s. XX, han sido ampliamente corroborados por científicos, humanistas, antropólogos, eticistas, filósofos y biólogos, así como por entidades internacionales defensoras de los derechos humanos. Son los insustituibles derechos a la intimidad y a la autonomía personal, a la no maleficencia de nuestros actos, al principio de beneficencia de lo que hacemos y para quien lo hacemos, y al de justicia. Derechos y principios que aportan la base para construir una sociedad próspera en un mundo que queremos mejor. Estos principios, estos derechos fundamentales que buscamos para todos, se defienden desde un vivir virtuoso, desde un comportamiento que se pone en juego cada día. Las virtudes que nos vertebran, en mayor o menor medida, por acción u omisión. Pero solamente siendo fuertes, prudentes, templados y, sobre todo, justos, podemos emprender la difícil tarea de atender a nuestros pacientes y hacer lo mejor para nuestra sociedad. Solamente integrando todo lo que antropológicamente somos y podemos ser, seremos capaces de garantizar la defensa de los derechos de los otros, de los necesitados en salud o en aspectos sociales. ¡Necesitamos todas las virtudes cardinales…, y mucho! Sin embargo, esta crisis que nos trae el COVID-19, diferentemente, ha puesto sobre la mesa de la inmanencia algunas realidades nuevas en la atención y en la vivencia de estos inalienables derechos a defender. Me refiero a la dolorosa experiencia de la muerte en soledad, del duelo aislado, del adiós silencioso e insonoro mientras los ventiladores no cesan de ventilar almas que nos dejan. Me refiero a la angustia de los de fuera, de los de dentro, de los que atienden, de los que tendrán que relatarlo a los que vendrán… Hablo de la compasión y de la elección de la muerte y la vida, de la inmediatez de lo que es eterno. Toda esta realidad que de repente nos ha tocado vivir, que nos agota físicamente, que nos trastorna emocionalmente y nos sobrepasa intelectualmente. Sí, esta realidad nos pide el espacio de lujo, el espacio de la espiritualidad que llevamos de serie, que no siempre ponemos sobre la mesa, pero que finalmente nos interpela a solas, en volver a casa agotados y cabizbajos, intentando interiorizar el sentido del mundo y del vivir… y, mientras tanto, a solas, lloramos.
En este espacio recuperado de nuestra antropología de la inmanencia, en esta dimensión que nos hace falta para ser realmente personas, es donde podemos ir a buscar las nuevas virtudes, esas de las que los pensadores griegos no hablaron abiertamente, las virtudes que hemos conocido como teologales, las virtudes esencialmente espirituales: la fe, la esperanza y el amor
En este espacio recuperado de nuestra antropología de la inmanencia, en esta dimensión que nos hace falta para ser realmente personas, es donde podemos ir a buscar las nuevas virtudes, esas de las que los pensadores griegos no hablaron abiertamente, las virtudes que hemos conocido como teologales, las virtudes esencialmente espirituales: la fe, la esperanza y el amor. Es en esta encrucijada de la realidad donde nos toca vivir: a veces desgarradora, incomprensible a menudo y dolorosa siempre…, esta realidad que extirpa vidas humanas. La fortaleza y la templanza no serán suficientes donde no serán suficientes la justicia y la prudencia. Hará falta la compasión del amor sin medida, que sobrepasa la lógica. Esa alteridad voluntaria sin sentido, la renuncia esperanzada, la llamada a una luz que seguro que vendrá en formato de fe en un mañana mejor, de esperanza serena de la mano del otro. De esperanza en la humanidad, en la Creación evolucionista que no nos dejará. Virtudes de estar por casa, virtudes para llegar a ser seres antropológicamente realizados, para trascender los días de simplicidad y la rutina mientras contemplamos con espanto el paso de lo peor. Solamente cogiendo de la mano las virtudes cardinales y las espirituales, capaces de aferrarnos en la lucha para vencer la adversidad, se dejará entrever la debilidad del hombre como criatura creada, llena de fisicidad, de raciocinio y emoción, susceptible de espiritualidad para defender los derechos y los principios de una ética de mínimos que siga soñando con una de máximos, mientras lucha en la inmanencia.
Para consolidar las capacidades básicas, las del raciocinio y de la emoción, necesitamos las virtudes cardinales, las que nos hacen animales racionales y emocionales bien predispuestos para la vida. Pero para la realidad espiritual que hoy nos interpela más de lo previsto, para mantenernos en pie y hacer frente a la nueva inmanente realidad del coronavirus, nos hará falta también la ética compasiva, que se fundamenta en el amor gratuito, a veces irracional. Así mismo, será preciso mantener la esperanza, una esperanza en la superación colectiva y en el esfuerzo no estéril, que llega con la palabra tierna y la sonrisa tímida entre los que sirven; y necesitaremos también esta fe consciente y querida que, sin ser ciega, vive certera de que lo esencial es invisible a los ojos. Esta antropología médica de la inmanencia sacará lo mejor de lo que somos, virtud a virtud, valor a valor, derecho a derecho, para construir una ética de máximos. Esta antropología es la de la humanidad humana que hará frente a la adversidad.
Para citar este artículo: Durán J. Antropología de la inmanencia. bioètica & debat · 2020; 26(87): 16-18