Competencia y capacidad. Más que una cuestión terminológica
El artículo analiza los términos competencia y capacidad desde la visión legal, filosófica, psicológica y clínica, para demostrar que no son conceptos sinónimos.
Doctor en Medicina. Máster Universitario en Bioética. Comité de Bioética Asistencial Castelló de la Plana.
Doctor en Filosofía. Catedrático de Ética, Universitat Jaume I. Comité de Bioética Asistencial Castelló de la Plana.
Doctor en Psicología. Profesor Titular de Psicología Clínica y Básica, Universitat Jaume I.
Llcenciat en Derecho. Secretario Comité de Bioética Asistencial. Hospital Universitari Associat General de Castelló.
Introducción0
Imaginemos la siguiente situación, ficticia: un adolescente de 15 años ingresa en un centro hospitalario como consecuencia de un accidente de tráfico sufrido con una motocicleta. A causa de dicho accidente, las lesiones que presenta el paciente son policontusiones múltiples, fractura abierta de antebrazo izquierdo y fractura patelar y de tibia del mismo lado. Se ha producido una importante pérdida hemática secundaria a la fractura de la extremidad superior, amén de importante hematoma en la extremidad inferior. El paciente está consciente, orientado, no hay evidencia de lesiones craneales y su situación clínica es la de marcada hipotensión y signos de compromiso de mediana intensidad del flujo periférico. El paciente manifiesta ser testigo de Jehová, igual que su familia.
Planteada la precisión de transfusión sanguínea, se proponen dos posibles alternativas: a) El paciente la acepta, aun con el rechazo de los familiares próximos, o b) El paciente la rechaza, de acuerdo con el sentir de sus familiares y el suyo propio. Ante estas posibilidades, la actitud del clínico suele ser diferente. En el primer caso, defenderá la opción del paciente, argumentando que no existen causas objetivas para establecer un trastorno de su competencia para tomar decisiones y que, tratándose de un menor aparentemente maduro, habrá que respetar su voluntad pese a la actitud de la familia (detentadores de la patria potestad).
En el segundo caso, el clínico se encuentra enfrentado al rechazo de su propuesta asistencial honesta y profesionalmente establecida, conforme a la práctica habitual. El profesional tratará de encontrar razones para cuestionar la competencia del menor (su edad, el bajo flujo sanguíneo limítrofe con el shock hipovolémico, la actitud coercitiva de la familia, etc.) y buscará posibles soluciones para imponer su criterio, aunque sea recurriendo a la tutela jurídica, consultando al juez de guardia la posibilidad de actuar en contra de la voluntad del paciente y su entorno.
En ambos casos, posibles, la evaluación de la competencia es distinta; y en ambos casos, el paciente ha sido capaz de expresar su voluntad. Y es aquí donde entramos en el fondo de la cuestión, tal y como quisiéramos plantearlo. Competencia frente a capacidad.
En el mundo de la bioética, es frecuente preferir el término competencia y, en nuestro ambiente, los especialistas en derecho optan por el de capacidad. Sin embargo, en nuestra opinión, ambos términos no son sinónimos ni tienen un significado similar
En el mundo de la bioética, es frecuente preferir el término competencia y, en nuestro ambiente, los especialistas en derecho optan por el de capacidad. Sin embargo, en nuestra opinión, ambos términos no son sinónimos ni tienen un significado similar. La competencia trata de reflejar una característica de la mente capaz de analizar un problema y tomar una decisión, coherente o no. Por el contrario, la capacidad sólo hace referencia a la posibilidad de expresar este análisis y esta decisión mediante verbalización, preferentemente, o por cualquier otro mecanismo. Desde esta perspectiva, un profesor universitario asistido en una UCI y bajo sedación profunda, puede ser competente, pero no capaz. Y, por el contrario, un esquizofrénico puede ser totalmente capaz, pero no es competente.
Habida cuenta de la importancia que tiene la competencia del enfermo, del individuo, para participar en todas cuantas decisiones asistenciales le competan, es imprescindible tratar de despejar las dudas que pudieran existir en la conceptualización de una u otra facultad, competencia y capacidad. El objetivo de nuestro trabajo es proporcionar cuatro visiones complementarias, no enfrentadas, de estos dos conceptos: la del experto en derecho, la del filósofo, la del psicólogo y la del especialista en bioética.
La visión del especialista en leyes1
En derecho, la capacidad de las personas condiciona la eficacia y validez de sus actos y decisiones, pero, ¿qué es una persona capaz?, ¿es lo mismo capacidad y competencia? La respuesta exige un breve repaso de nuestro ordenamiento jurídico, y particularmente de la normativa sanitaria.
Según nuestro ordenamiento jurídico, la adquisición de personalidad y capacidad jurídica vienen determinadas por el nacimiento de la persona (arts. 29 y 30 CC). Toda persona, por el mero hecho de serlo, posee capacidad jurídica, entendida ésta como susceptibilidad para ser titular de derechos y obligaciones.
Concepto distinto al de capacidad jurídica es el de capacidad de obrar, O capacidad para realizar con eficacia los derechos y asumir las obligaciones, y exige, en primer lugar, tener capacidad jurídica y, además, disponer de una serie de aptitudes cognoscitivas y volitivas que permitan a la persona su autogobierno. A diferencia de la capacidad jurídica, la capacidad de obrar puede variar de unas personas a otras, admitiendo grados y modificaciones en función de las habilidades psicológicas que se posean. ¿Cuándo se adquiere esta capacidad?
Los ordenamientos jurídicos, por motivos de seguridad, suelen establecer criterios aparentemente objetivos, como la edad, para fijar el momento a partir del cual se adquiere la plena capacidad de obrar, pero también se valoran otras circunstancias de naturaleza subjetiva, y la edad se modula en función de la madurez y de las aptitudes psicológicas, de modo que es posible superar la edad de plena capacidad y, no obstante, ver limitada la capacidad de obrar, o bien, el reconocimiento de capacidad a personas que no han alcanzado esa edad (mayoría o minoría de edad).
El estado civil de mayor de edad conlleva la plena capacidad de obrar (art. 322 CC) y se alcanza con carácter general a los 18 años cumplidos (art. 12 CE y art. 315 CC). No obstante, ésta no es una frontera insalvable, siendo muchas las normas que establecen excepciones; algunas permiten actuar con una edad inferior, y otras exigen una edad superior.
La minoría de edad se caracteriza por la plena capacidad jurídica y la presunción de una insuficiente capacidad de querer y entender, lo que limita la capacidad de obrar del menor y exige para completarla la participación de un representante legal
La minoría de edad se caracteriza por la plena capacidad jurídica y la presunción de una insuficiente capacidad de querer y entender, lo que limita la capacidad de obrar del menor y exige para completarla la participación de un representante legal (titular de la patria potestad o tutor). En ningún caso se trata de un estado de absoluta incapacidad, y la normativa permite al menor de 18 años realizar determina-dos actos, reconociéndole capacidad de obrar. Asimismo, y en relación a los derechos de la personalidad (derecho a la intimidad, a la salud, a la sexualidad…), la capacidad del menor depende no tanto del criterio objetivo de la edad como de la madurez. La llamada doctrina del menor maduro encuentra su fundamento en el artículo 162 del Código Civil, y en la Ley Orgánica 1/96, de protección jurídica del menor. No obstante, la capacidad del menor maduro tampoco es equiparable a la del mayor de edad, quedando su autonomía condicionada por el principio de mayor beneficio; y así, las decisiones adoptadas por un menor maduro en el ejercicio de los derechos de la personalidad pueden ser ineficaces, si resultan imprudentes por comprometer su vida o su salud.2 Otra institución jurídica relevante en materia de capacidad es la emancipación,3 que atribuye al menor de edad un estado civil propio y le habilita para regir su persona y bienes como si fuera mayor (art. 323 CC). Al menor emancipado, se le reconoce una capacidad de obrar como al mayor de edad, excepto en aquellos supuestos en que la ley exige un complemento a su capacidad.
Pero, como ya hemos adelantado, la falta de una aptitud cognoscitivo-volitiva provocada por una enfermedad o por una deficiencia persistente de carácter físico o psíquico que impida a la persona gobernarse por sí misma, también limita esta capacidad (art. 200 CC). En estos casos, resulta necesario un proceso judicial de incapacitación cuya finalidad es privar total o parcialmente de capacidad de obrar a una persona (art. 199 CC), y suplir las deficiencias de las personas que no tienen capacidad suficiente para desenvolverse en la vida y necesitan de otras personas que las representen o completen su capacidad. Por ello, la sentencia en la que se declare la incapacidad, y que modifica el estado civil de la persona afectada, debe fijar la extensión y límites de la incapacidad, así como el régimen de tutela o guarda al que haya de quedar sometido el incapacitado (art. 210 CC).4
En cualquier caso, esta capacidad de obrar a la que nos estamos refiriendo no debe confundirse con la competencia5 o, utilizando una expresión más rigurosa, capacidad de obrar natural o de hecho, que consiste en el reconocimiento, a una persona, de unas aptitudes psicológicas adecuadas para tomar, en un momento concreto, una decisión determinada. Esta capacidad de obrar natural está referida a un acto y a un momento concreto y puede ser valorada por una persona distinta al juez (notario, médico...). Esta falta puede afectar a personas que, teniendo capacidad de obrar de derecho, sufren una pérdida transitoria de las habilidades psicológicas necesarias para el acto o decisión en cuestión, o a personas que, sufriendo enfermedades y deficiencias persistentes de carácter físico o psíquico, no han sido incapacitadas legalmente, generando en ambos casos una incapacidad de derecho para el caso concreto; la valoración de su existencia también permitiría habilitar a una persona incapacitada para determinados actos.
En el ámbito sanitario, la entrada en vigor del Convenio de Oviedo6 y la ley 41/2002 de 14 de noviembre, básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica, han permitido superar el laconismo de la Ley General de Sanidad. La ley 41/2002 se refiere a la capacidad del paciente en varios artículos,7 pero es fundamentalmente en la regulación del consentimiento por representación (art. 9 de la ley) donde más referencias se hacen a la capacidad del paciente.
Según el art. 9. 3, a), es el médico responsable el que debe valorar si el paciente tiene esas mínimas habilidades psicológicas necesarias para tomar una decisión concreta, autorizar una intervención que afecta a su salud y permitir, en caso de que el paciente no las posea, el consentimiento por representación; y, conforme al art. 9. 3, b), que se refiere al paciente incapacitado, cuando el paciente esté incapacitado legalmente, el consentimiento se otorgará por representación. El legislador no tiene aquí presente, mientras que el Convenio de Oviedo sí lo hace, que un paciente incapacitado legalmente puede tener capacidad natural para comprender el alcance de una intervención concreta,8 supuesto en el que, al ser suficiente el consentimiento del paciente incapaz, no procedería la actuación del representante.
El art. 9.3, c) regula el consentimiento informado otorgado por un menor, distinguiendo tres situaciones: la primera, la del menor de edad, que no sea capaz intelectual ni emocionalmente de comprender el alcance de la intervención. En este caso, el consentimiento lo dará el representante legal del menor después de haber escuchado su opinión, si tiene doce años cumplidos. (Nos encontraríamos ante el supuesto de un menor inmaduro). La segunda es la del menor no incapaz ni incapacitado, pero emancipado o con dieciséis años cumplidos y aquí, no cabe prestar el consentimiento por representación; en este caso, existe una presunción de capacidad que debe ser destruida para que el consentimiento lo otorgue el representante. Y la última, contraria a la primera, sería la del menor de 16 años que, con 12 años cumplidos9, tiene la suficiente madurez para comprender el alcance de la intervención; en este caso, tampoco cabría el consentimiento por representación, correspondiendo la decisión al menor, sin perjuicio del deber de ser protegido por parte del titular de la patria potestad o tutor, y que se concreta en actuar conforme al beneficio del menor.10
Hasta aquí, la ley 41/2002 es coherente con la doctrina del menor maduro, pero esta coherencia desaparece con el último párrafo del artículo 9.3, donde se dice que: tratándose de menores de 18 años, en caso de actuación de grave riesgo, según el criterio del facultativo, los padres serán informados y su opinión será tenida en cuenta para la toma de la decisión correspondiente. Párrafo desafortunado por varios motivos: en primer lugar, porque lo determinante para reconocer validez a la decisión del menor de 18 años debería ser la madurez o capacidad del paciente y la prudencia de la decisión, y no la existencia de un grave riesgo (concepto excesivamente ambiguo); en segundo lugar, porque utiliza la expresión padres y no representantes; y por último, porque no resuelve el problema de las posibles discrepancias entre el menor y los padres. Pero es el artículo 9.4 de la ley 41/2002 el que mayores problemas de aplicación plantea, al establecer que “la interrupción voluntaria del embarazo, la práctica de ensayos clínicos y la práctica de técnicas de reproducción humana asistida se rigen por lo establecido con carácter general sobre la mayoría de edad y por las disposiciones especiales de aplicación”. Este artículo no cambia nada respecto a los ensayos clínicos11 y a las técnicas de reproducción humana asistida12, donde su normativa específica ya establecía el límite de los 18 años, igual que ocurre en otras materias13, pero sí supone una novedad importante en materia de interrupción voluntaria del embarazo14, donde la literalidad del precepto imposibilitaría la aplicación de la doctrina del menor maduro.
También en el campo de la filosofía, la utilización de ambos términos es equívoca, y con frecuencia se utiliza el uno por el otro, lo que produce una no pequeña confusión
La visión del filósofo
También en el campo de la filosofía, la utilización de ambos términos es equívoca, y con frecuencia se utiliza el uno por el otro, lo que produce una no pequeña confusión.
En la mayoría de los ámbitos de las éticas aplicadas, competencia y capacidad son conceptos que comparten un mismo campo semántico referido siempre a los presupuestos básicos del principio de autonomía. En los textos de bioética, se utilizan ambos conceptos incluso al mismo tiempo, cuando hablamos de “competencia o capacidad”, por ejemplo en el consentimiento informado.
Si bien podemos aceptar que estamos ante dos conceptos con significados similares y, en muchos casos, intercambiables, podría ser interesante reflexionar sobre el uso que hacemos de ambos en nuestro lenguaje común y analizar si encontramos diferencias, más bien matices, que nos ayuden a realizar un uso más preciso de ambos conceptos.
Hablamos, por ejemplo, de un profesional competente cuando posee un conjunto de habilidades, recursos y capacidades que le permiten realizar de forma satisfactoria, excelente sería mejor adjetivo, la función social que le es propia. Pero si nos fijamos un poco, vemos que utilizamos el mismo esquema para referirnos al ser humano, a las personas en general. Éste es el caso cuando hablamos de competencia comunicativa para referirnos a nuestra capacidad para dialogar y establecer acuerdos, para alcanzar un entendimiento con los demás; o de competencia moral, para referirnos a la capacidad de conducir nuestra vida siguiendo nuestros juicios morales, o, como diría Habermas, “como la capacidad de servirse de la competencia interactiva para la elaboración (trato) consciente de conflictos de acción moralmente relevantes”.
Estamos entonces ante un concepto de competencia utilizado para denominar un conjunto de atributos, cualidades o propiedades que nos caracterizan como seres humanos. Precisamente esta competencia comunicativa y la dimensión moral que le subyace es la base del reconocimiento recíproco de la dignidad de las personas, como diría Kant.
Por su parte, las capacidades parecen señalar a su vez, y siempre dentro de la misma familia semántica, al desarrollo de estas cualidades o potencialidades. Hablamos así de la “capacidad para hacer esto o aquello”, de “si hemos sido capaces de lograr tal cosa”, de “si creemos capaz a alguien de…”. En estos casos, hablamos de ser aptos para decir o hacer algo, pero en el caso de las capacidades ya no es sólo una posibilidad, sino una realidad. En ambos casos, se habla de poder, pero cuando hablamos de capacidades solemos incluir ya la situación y el contexto en los que deben aplicarse las competencias, así como las condiciones y limitaciones para su utilización y desarrollo. Es decir, incluimos ya en su sentido su realización práctica.
Cuando un paciente es considerado competente, se le atribuye el dominio real de estas posibilidades abiertas que definen su autonomía: la capacidad para comprender su situación, la capacidad para entender la información recibida, la capacidad para entender las consecuencias de la acción, la capacidad para decidir, la capacidad para comunicar su decisión, etc. Un ejemplo claro de este matiz semántico lo encontramos en la definición de competencia ofrecida por el Comitè de Bioètica de Catalunya: “capacidad de hecho que presenta el paciente para comprender la situación y poder decidir lo que ha de hacer”. El calificativo de hecho explica esta diferencia en el uso de ambos conceptos. En suma, las capacidades se presentan como un desarrollo de las competencias.
Una de las teorías más actuales que utilizan este concepto de capacidad es la de Amartya Sen, en lo que se denomina enfoque de las capacidades. Aunque Sen se mueve en el ámbito de la justicia distributiva, sus reflexiones son útiles también para el ámbito de la bioética. Para Sen, las capacidades son oportunidades reales, poder efectivo para decidir y hacer, libertades sustantivas que nos permiten conducir nuestra propia vida. De nuevo estamos ante el principio de autonomía, en concreto ante las condiciones reales que permiten su realización. Así, el conjunto de capacidades refleja la libertad de una persona para elegir entre diferentes modelos de vida y, con ellos, diferentes modos de entender la salud y la enfermedad, la vida y la muerte. Esta identificación entre capacidad y libertad real le permite a Sen definir el desarrollo humano como el proceso de expansión de libertades reales que las personas disfrutan en prosecución de aquello que consideran valioso.15
En definitiva, la diferencia de tono en el significado de ambos conceptos deriva de la necesidad de contar siempre, por una parte, con las condiciones individuales pero, por otra, también con las condiciones culturales, sociales y económicas que subyacen al desarrollo de las competencias y las convierten en capacidades reales de actuación. Resumiendo, los pensadores parecen distinguir claramente entre una facultad del intelecto (competencia) y una posibilidad física (capacidad).
La visión del psicólogo
En términos generales, desde la psicología, tampoco se establece una distinción clara entre el concepto de capacidad y el de competencia. En distintos campos de estudio, se habla indistintamente de una u otra. Así, nos podemos encontrar ante una persona con mayor o menor competencia lingüística, competencia lectora, competencia matemática, capacidad intelectual… En todo caso, cuando analizamos los distintos usos que se hace de uno u otro término, se puede decir que, en general, la capacidad hace mayor referencia a las posibilidades generales o aptitudes que una persona tiene para enfrentarse a un abanico amplio de situaciones. En términos psicológicos, la capacidad estaría más cerca del rasgo, mientras que la competencia estaría más asociada a la disposición situacional (estado) de una persona para enfrentarse a una demanda concreta. Podríamos decir entonces que la competencia haría referencia a cómo se aplica una capacidad a una situación concreta. Tiene más que ver con una habilidad que con una característica cognitiva estable.
Los elementos constitutivos de la capacidad o la competencia
Cuando llevamos esta distinción al terreno de la toma de decisiones, volvemos a encontrarnos con una cierta ambigüedad. Por ejemplo, en el trabajo de Moye, Gurrera, Karen, Edelstein y O´Connell16, se habla ya en el mismo título de “evaluación de la capacidad para dar el consentimiento para el tratamiento médico”. Desde el mismo inicio, los autores afirman que utilizarán el término capacidad (capacity) para referirse a un juicio dicotómico (sí/no) respecto a si un individuo tiene las habilidades para tomar una decisión relativa al tratamiento; y por el contrario, para hablar de las determinaciones judiciales de capacidad para dar un consentimiento informado, utilizan el término competencia. Finalmente, los autores usan el término habilidades decisionales para describir los elementos funcionales de la capacidad para dar el consentimiento tal como fueron articulados por Grisso y Appelbaum.17
Factores predictores de la capacidad o competencia
¿Cuáles son los factores que pueden predecirnos la situación de un individuo respecto a tales elementos funcionales? Los tests o pruebas cognitivas parecen ser útiles sólo como primeros instrumentos que indican la necesidad de una evaluación más específica sobre los déficits en habilidades concretas de decisión. Por otro lado, disponemos de algunas evidencias científicas sobre la existencia de diferencias individuales en la toma de decisiones médicas. Así, los afroamericanos son más tendentes a elegir tratamientos médicos que permiten mantener la vida del paciente sin tener demasiado en cuenta la calidad de vida, si los comparamos con los americanos caucásicos.18 También la experiencia de una persona con enfermedades o con el cuidado de enfermos puede influir en las decisiones que toma,19 de la misma manera que parecen hacerlo los aspectos generacionales. Las personas mayores socializadas en un tiempo en el que los pacientes tenían una implicación menos activa en los tratamientos suelen asumir con más facilidad que los familiares del paciente o los médicos tomen las decisiones en su lugar.20
Prevalencia de los problemas de competencia asociada a condiciones médicas y psicopatológicas
Los pacientes cuya competencia está afectada son detectados más a menudo en hospitales y servicios de cirugía que en clínicas ambulatorias. Entre un 3 y un 25% de las demandas para consulta psiquiátrica en los hospitales tiene que ver con cuestiones relacionadas con la competencia del paciente para tomar decisiones relacionadas con el tratamiento,21 pero en muchos casos estos pacientes pueden no ser detectados.22
La prevalencia de la incompetencia para participar en la toma de decisiones relativa al tratamiento varía enormemente en función de los diagnósticos de los enfermos
La prevalencia de la incompetencia para participar en la toma de decisiones relativa al tratamiento varía enorme-mente en función de los diagnósticos de los enfermos. Así por ejemplo, en una revisión realizada por Appelbaum, encontramos que los pacientes con Alzheimer y otras demencias presentan altos índices de incompetencia; más de la mitad de los que tienen demencia leve-moderada pueden mostrarse incompetentes y prácticamente la to-talidad de los pacientes con demencia severa. Entre los trastornos psicopatológicos, la esquizofrenia es el que más limita la competencia, aunque de manera muy similar la limitan los tras-tornos bipolares. El 50% de pacientes hospitalizados con un episodio agudo de esquizofrenia tiene afectado al me-nos un elemento de la competencia, comparado con el 20-25% de pacientes con depresión. Una depresión moderada o leve tratada de manera ambulatoria puede no afectar en absoluto la competencia. Por lo que respecta a la prevalencia de incompetencia para la toma de decisiones, en función de la patología médica o unidad del hospital en que está ingresado el paciente, ésta puede variar enormemente.
La actuación del profesional ante los casos de posible incompetencia del paciente
Frente a la gravedad de no reconocer la incompetencia de un paciente para tomar decisiones, nos encontramos con el hecho frecuente de que los médicos no detecten estos casos. En un estudio, cinco médicos valoraron grabaciones de vídeo sobre evaluaciones de capacidad de los pacientes y estimaron su competencia. El grado de acuerdo no fue superior al azar23. Muchos médicos deducen la capacidad del paciente a partir de información clínica sin recurrir a ningún instrumento estandarizado con una fiabilidad demostrada. Sin embargo, contamos con algunos instrumentos de evaluación que pueden ayudar enormemente. Uno de los más conocidos es el Mini-mental State Examination (MMSE).
¿Cuál debería ser el proceso a seguir por parte del profesional médico? En primer lugar, debemos partir del supuesto de partida de que cualquier persona es competente para tomar decisiones que afectan a su vida. La autonomía y libertad del individuo son principios básicos en nuestra cultura que debemos respetar. Tras asumir este supuesto y para no violentarlo, sólo deberíamos considerar incompetentes a aquellas personas que se encuentren muy alejadas de la demostración de su capacidad para tomar decisiones, aunque este juicio clínico suele tener mucho que ver con la gravedad de las consecuencias que se derivan de un posible error de tratamiento. Cuando las consecuencias médicas no son fatales o muy graves, podemos ser más permisivos en cuanto a admitir cierto grado de incompetencia en la persona que interviene en la decisión. Pero cuando las consecuencias estimadas son muy peligrosas para el individuo, el rigor y la exigencia en cuanto a su competencia deben ser máximas.
Para que el individuo pueda participar en la toma de decisión, se deben dar ciertos requisitos previos. Que se haya proporcionado una información completa y adecuada en términos comprensibles para el paciente, que la persona que evalúa la competencia esté presente en el momento en el que se le da la información, y que dadas las fluctuaciones posibles del estado mental de los pacientes y por tanto del nivel de capacidad, la evaluación debería realizarse en dos ocasiones distintas. Familiares y personal de enfermería pueden aportar información relevante en esta determinación. Cuando el evaluador cree que un paciente es incompetente para tomar una decisión, a no ser que la urgencia de la condición médica requiera que otra persona tome la decisión inmediatamente, se deben hacer esfuerzos para identificar las causas de la incapacidad y remediarlas. Si nos encontramos ante pacientes con trastornos psicopatológicos, también podemos esperar a que se produzca una mejoría con su tratamiento, además de intensificar los esfuerzos para explicar al paciente lo que le sucede y se puede hacer en su situación. Si el paciente está bloqueado por el miedo o la ansiedad, es posible que pueda mediar una persona de cierta confianza para el paciente que le transmita tranquilidad en la toma de decisiones. En el caso de que, a pesar de todo esto, el paciente muestre incapacidad para participar en las decisiones, se debe buscar otra decisión sustitutiva. En el caso de una emergencia, el médico puede hacer la intervención apropiada bajo el supuesto de que una persona razonable lo habría aceptado. En el caso de que se produzca desacuerdo entre los decisores por sustitución, o entre éstos y el profesional, el tratamiento puede requerir la resolución de un juzgado.
Una propuesta final desde la psicología
En resumen, desde la psicología, podemos decir que el clínico debe saber que el juicio acerca de si el paciente es competente o no lo es para la toma de decisiones dista mucho de ser claro y dicotómico. Excepto en casos extremos en los que el juicio es muy claro, en otros muchos casos, nos encontramos ante un continuo, a lo largo del cual podemos decir que un paciente es más o menos competente frente a determinada situación, teniendo en cuenta factores muy relevantes como que haya sido informado adecuadamente y la gravedad asociada a las consecuencias médicas de esa decisión. Evidentemente, además de los factores orgánicos, los factores psicológicos tienen un papel fundamental para tomar una decisión razonable. Esa decisión razonable puede no coincidir con la que tomaría el médico responsable, pero sin embargo, ha de ser respetada, ya que tiene que ver con los valores y actitudes del paciente hacia su enfermedad y hacia su propia vida. Cuando preguntamos a un paciente acerca de su posición ante la toma de una decisión importante para su salud, siempre estamos ante una persona con un determinado cociente intelectual, una historia de vida, unos valores culturales, unas creencias religiosas o existenciales, unas actitudes, una personalidad y un determinado estado emocional. En casos extremos, sabemos que no podemos dejar que una decisión trascendental descanse sobre la responsabilidad de una persona que presenta una deficiencia mental profunda o una esquizofrenia o una depresión severa. Estaríamos olvidándonos de nuestro deber de proteger la vida de esa persona amenazada, en este caso, por ella misma. Pero, en condiciones menos extremas, las soluciones perfectas no existen y las que se toman son lejanas a las óptimas.
Los instrumentos de evaluación, tan necesarios por tanto, nos deben dar información acerca del estado médico del paciente, de su capacidad cognitiva, de la posible existencia de un trastorno psicopatológico grave y de su cociente intelectual, pero también de sus valores, creencias, actitudes y su estado emocional, cuestiones estas últimas que suelen ser olvidadas incluso por los mayores expertos en el tema, que parten de una perspectiva excesivamente racionalista del ser humano. Pero el clínico no debe esperar que estos instrumentos le resuelvan absolutamente el problema. Faltará su juicio clínico como experto que tiene una visión integral del paciente, que debe tomar en consideración toda esta información para determinar, no con exactitud, sino con el mínimo margen de error posible, hasta qué punto el paciente está siendo competente en la toma de esa decisión sobre su vida. Y es al final de todo este proceso cuando el profesional llevará a cabo una alternativa u otra de tratamiento.
La visión del clínico
Cuando el clínico se enfrenta a la situación de tratar de establecer la capacidad del paciente para tomar decisiones racionales acerca de las alternativas asistenciales ofrecidas, puede ser que lo haga en situación urgente (cuando la vida del paciente puede estar en riesgo real o potencial) o en situación programada, rutinaria.
Con independencia de que la sobrecarga emotiva y el estrés que rodea a un escenario u otro de los descritos puedan interferir en una razonada elección, cabe preguntarse hasta qué punto la voluntad, o la opinión manifestada por el paciente o por los que tienen derecho a actuar en su nombre, puede ser vinculante para el profesional.
Y, a este respecto, no hay reglas establecidas, ni normas fiables. Quedan las impresiones, la experiencia del propio profesional, la asunción de su papel como mejor garante del bien del paciente, y un conjunto de actitudes subjetivas que, con frecuencia, no distinguen competencia de capacidad. La dificultad de distinguir entre competencia y capacidad es un problema cotidiano. En la práctica, se utiliza el llamado criterio de la persona razonable 24, 25, aunque éste suele ser un criterio aceptable, pero no suficiente. Falta disponer de un instrumento versátil y práctico (cómodo) que pueda ser aplicado con una cierta agilidad y que no represente ni cansancio para el paciente, ni excesivo tiempo (bien siempre escaso en situaciones de potencial compromiso vital).
Es evidente que estas consideraciones no son las que cupiera hacer en situaciones en las que la obtención de un consentimiento razonado está dispensada26, sino en las contrarias precisamente, en las que el profesional con interés en una bioética aplicada no quiere, en absoluto, asumir un paternalismo duro.
Y es ahí donde el clínico se encuentra con problemas. ¿Existe un tipo de instrumento como el descrito? En la excelente revisión sobre este tema que elaboró P. Simón27, se relacionan de forma extensa muchos de estos instrumentos, desde los trabajos clásicos de Drane28 hasta el conocido como “Documento Sitges”29, elaborado por un grupo multidisciplinar de expertos, bajo el patrocinio de la Sociedad Española de Neurología.
La ventaja de este instrumento sobre otros diseñados al mismo respecto, como el Minimental Test30 o los ya mencionados HACT, HCP, ESC y CSA es que, al estar diseñado en nuestro país, no precisa de validación de la traducción (generalmente del inglés), lo cual siempre es una ventaja, y no menor. Por contra, no es un instrumento de fácil aplicación ya que, además del tiempo preciso para su administración, exige del clínico un adiestramiento y conocimientos que no siempre están en su bagaje.
De cualquier forma, la evaluación de la competencia-capacidad tiene dos condicionantes inevitables. Uno es el de la relación previa entre el médico y el paciente; el otro es el del tiempo disponible.
La evaluación de la competencia para tomar decisiones razonables es una cuestión que con frecuencia se escapa a las posibilidades del clínico en su actividad habitual, mientras que la evaluación de la capacidad suele estar al alcance de los profesionales con experiencia, en tanto y cuanto se aso-cie a trastornos fisiopatológicos reconocibles y documentables
La confusión entre una actitud ética debida (el respeto a la libre elección entre las alternativas presentadas del otro yo que es el paciente) y el uso de la normativa como arma defensiva (el papel del consentimiento informado adecuadamente cumplimentado), trae como consecuencia una tergiversación de los objetivos perseguidos. De la misma forma que no es aceptable que se realice un determinado procedimiento asistencial sin haber planteado el consentimiento del paciente, no debería ser admisible que éste sirviera de excusa para haber realizado lo que es cuestionable calificar como actitud apropiada, sin haber descartado la incapacidad o incompetencia del paciente para realizar esa elección. Y ahí, el profesional no debe obviar que, en base a una no maleficencia-beneficencia bien entendidas, y aun con todo el respeto a la autonomía del individuo, no puede abjurar de su papel como el mejor garante y custodio del bien del paciente.
En resumen, la evaluación de la competencia para tomar decisiones razonables es una cuestión que con frecuencia se escapa a las posibilidades del clínico en su actividad habitual, mientras que la evaluación de la capacidad suele estar al alcance de los profesionales con experiencia, en tanto y cuanto se asocie a trastornos fisiopatológicos reconocibles y documentables.
Conclusiones
Es evidente que existe una diferencia jurídica entre "competencia" y "competencia de hecho" y "competencia de obrar". Dejando de lado matizaciones más o menos acertadas, esta diferencia correspondería a lo que nosotros intentamos distinguir cuando hablamos de "capacidad" frente a "competencia". Como clínico que ha de valorar las decisiones del paciente, al profesional le preocupa sobre todo la cuestión de la competencia. Como dice Simón:
Competencia (en inglés competency) es un término jurídico que significa el reconocimiento legal de las aptitudes psicológicas para tomar cierto tipo de decisiones. En castellano, y en nuestro lenguaje legal, equivaldría a “capacidad legal o de derecho”.
Capacidad (en inglés capacity) es un término de carácter clínico y psicológico (predominantemente). Expresa la aptitud psicológica para tomar, aquí y ahora, una determinada decisión. En nuestro idioma sería la capacidad de hecho”.
Debe destacarse que lo que subyace a estas consideraciones no es cuestionar la posible participación del implicado en la toma de decisiones asistenciales. Ese derecho está fuera de duda. La cuestión fundamental reside, pues, en averiguar si existe una forma factible de constatar la competencia y capacidad del paciente, con independencia de las previsiones legales (de lenguaje, cuanto menos, causante de confusión, ya que se llama de igual manera a dos cosas distintas) y, caso de que no exista (o no se disponga de ella en la práctica), cuál es el papel que debe jugar el clínico ante ello.
Notas y referencias bibliográficas:
0. Se ofrece una versión ampliada de este trabajo en la dirección URL: http://www.bioetica-debat.org/modules/news/article.php?storyid=284
1. En este apartado, se utilizan las siguientes abreviaturas: CE: Constitución española, CC: Código Civil, LEC: Ley de Enjuiciamiento Civil, ET: Estatuto de los Trabajadores, LGS: Ley General de Sanidad.
2. TS Sala de lo Penal 950/1997 de 27 de junio en la que se condena a unos testigos de Jehová como autores de homicidio en comisión por omisión por no autorizar una transfusión de sangre a su hijo de 13 años, falleciendo éste al ser el único tratamiento médico válido. Sentencia del Tribunal Supremo (27 de junio de 1997).
3. En nuestro ordenamiento la emancipación se puede obtener
por concesión del titular de la patria potestad al menor mayor de 16 años
(art. 317 CC), por matrimonio a partir de 14 años con autorización judicial (arts. 314 y 316 CC), por concesión judicial al menor sujeto a la patria potestad que haya cumplido 16 años (art. 320 CC), por vida independiente del mayor de 16 años (art. 319 CC) y por la aplicación del beneficio de la mayoría de edad, cuando el mayor de 16 años está sometido a la guarda de un tutor (art. 323 CC).
4. El Código Civil también contempla la posibilidad de declarar incapaz a un menor de edad para evitar que, al alcanzar la mayoría de edad, quede sin protección. Así, si el menor estaba sometido a tutela, ésta continúa; y si estaba sujeto a la patria potestad, ésta se prorroga con sujeción a lo dispuesto en la sentencia de incapacitación.
5. Simón Lorda P. La capacidad de los pacientes para tomar decisiones: una tarea todavía pendiente. Rev Asoc Esp Neuropsiq [Internet] 2008; 28(2):327-350. [acceso 7 de julio de 2009]. Disponible en:http://scielo.isciii.es/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0211- 57352008000200006&lng=es&nrm=iso
6. Convenio para la protección de los derechos humanos y la dignidad del ser humano con respecto a las aplicaciones de la biología y la medicina. Oviedo: Consejo de Europa; 1997. Artículos 6 y 7.
7. En el artículo 3, al definir el consentimiento informado, habla del pleno uso de las facultades del paciente capacidad natural–; en los artículos 5.2 y 5.3 de la Ley 41/2002, al regularse el derecho a la información, se establece que se informará al paciente incluso en caso de incapacidad y que, careciendo de capacidad –de derecho o natural– se informará a las personas vinculadas por razones familiares o de hecho.
8. Parra Lucán MA. La capacidad del paciente para prestar válido
consentimiento informado. El confuso panorama legislativo español. Aranzadi civil. 2003;(1):1901-1930. 9. 12 años es la edad mínima para poder presumir una madurez que permita tomar decisiones autónomas y a la que nuestro ordenamiento jurídico ya atribuye
capacidad para determinados actos. Gracia D, Jarabo Y, Martín N, Róos J. Toma de decisiones en el paciente menor de edad. En: Gracia D, Júdez J, editores. Ética en la práctica clínica. Madrid: Triacastela; 2004. p. 130-135.
10. Parra Lucán MA. Op. cit.
11. Real Decreto 223/2004, de 6 de febrero, por el que se regulan los ensayos clínicos con medicamentos. BOE, nº 33, (07/02/2004). (Exige el consentimiento del representante, más consentimiento del
menor con 12 años, más autorización del Ministerio Fiscal).
12. Ley 14/2006, de 26 de mayo, sobre técnicas de reproducción humana asistida. BOE, nº 126, (27/05/2006).
13. Instrucciones previas (Ley 41/2002, de 14 de noviembre, básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica. BOE, nº 274, (15/11/2002). Artículo 11. Autorización de intervenciones esterilizadoras (Artículo 156 de la Ley Orgánica10/1995, de 23 de noviembre, del Código Penal. BOE, nº
281, (24/11/1995)). Donación de órganos, con alguna excepción tratándose de residuos quirúrgicos, de progenitores hematopoyéticos u otros tejidos o grupos celulares reproducibles cuya indicación terapéutica sea o pueda ser vital para el receptor, embriones y fetos. (Ley 30/1979, de 27 de octubre, sobre extracción y trasplante de órganos. BOE, nº 266, (06/11/1979). Real Decreto 1301/2006, de 10 de noviembre, por el que se establecen
las normas de calidad y seguridad para la donación, la obtención, la evaluación, el procesamiento, la preservación, el almacenamiento y la distribución de células y tejidos humanos y se aprueban las normas de coordinación y funcionamiento para su uso en humanos.
BOE, nº 270, (11/11/2006). Ley 14/2007, de 3 de julio, sobre investigación biomédica. BOE, nº 159, (04/07/2007)). Donación de
sangre. (Real Decreto 1088/2005, de 16 de septiembre, por el que se establecen los requisitos técnicos y condiciones mínimas
de la hemodonación y de los centros y servicios de transfusión. BOE, nº 225, (20/09/2005)).
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Para citar este artículo: Abizanda R. Competencia y capacidad. Más que una cuestión terminológica. Bioètica & debat · 2009; 15(58): 5-14