Frágil identidad. El padre
"The Father" sigue a Anthony, un hombre de 80 años con demencia, interpretado por Anthony Hopkins, y su hija Anne, interpretada por Olivia Colman. A medida que Anne enfrenta cambios en su vida, lucha con la incapacidad de su padre para reconocer su realidad y contar su propia historia. La película, dirigida por Florian Zeller, destaca por su poderosa narrativa y actuaciones, explorando la fragilidad de la identidad humana y la devastación del deterioro mental. Con un enfoque minimalista en el diálogo y el espacio, la historia refleja la desorientación y sufrimiento de Anthony, ofreciendo una experiencia cinematográfica intensa y conmovedora.
Profesor titular de Antropología Filosófica (Facultad de Filosofía. UNED). Director de la "Cátedra Internacional José Ortega y Gasset", y Presidente de la "Sociedad Hispánica de Antropología Filosófica" (SHAF). Miembro del Comité Científico de la Asociación de Bioética Fundamental y Clínica (ABFyC). Impulsor de lo que hemos llamado BIOÉTICA NARRATIVA (con Lydia Feito). Preocupado y ocupado en el desarrollo de una ética de la responsabilidad.
Un hombre ya mayor, Anthony (Anthony Hopkins), de 80 años, irónico, travieso, que sigue queriendo vivir solo −como ha venido haciendo−, rechaza las cuidadoras que le ofrece su hija Anne (Olivia Colman). Ella está haciendo su propia vida, ya no puede visitarlo todos los días; nuevos trabajos y nuevas posibilidades se abren en su vida. Y, al mismo tiempo, observa con profunda tristeza cómo su padre empieza a tener serios problemas mentales. Vemos una hija que pierde a su padre paulatinamente, sumido en el deterioro mental y vital. Ella quiere vivir, y su padre pierde la vida que siempre ha tenido. Nos encontramos ante una película que nos habla de las relaciones entre padres e hijos, sobre la vejez y la salud mental, la demencia que acecha o el Alzheimer. Presentada así esta película explora temas que ya hemos visto en la literatura y en el cine, pero esta película no es sólo esto, o lo es de una manera distinta, radicalmente distinta me atrevería a decir. Y el culpable de que no sea una película más sobre estos temas es Anthony Hopkins, también su compañera de reparto, magnífica, Olivia Colman y, claro está, el director-guionista de la película Florian Zeller.
Es la dirección (y guión), con la interpretación soberbia de Anthony Hopkins, lo que hace que esta película no sólo nos interese por su temática, ¡a quién no!, sino que nos estremezca, nos sacuda, nos inquiete. Anthony Hopkins hace de Anthony, y nosotros, espectadores, vemos a Anthony a través de Anthony Hopkins, y el director es capaz de encerrarnos con él en su mundo. Y lo vemos hacer de sí mismo, imitándose a sí mismo, creíble en su exageración. Y así, en este juego de interpretaciones, nos aparece una película con alma, con vida, muy distinta a otras.
Vemos un dolor, una pena en observación, un dolor convertido en sufrimiento, y la clave de este sufrir se encuentra en el hecho de no poder narrar, no poder contar la propia historia, y ni siquiera saber cuál es la propia historia
Esta película nos puede ayudar a describir, pensar y tratar la enfermedad mental, la demencia, el Alzheimer y la vejez, pero apunta a algo más que me gustaría destacar en estos momentos. Vemos un dolor, una pena en observación, un dolor convertido en sufrimiento, y la clave de este sufrir se encuentra en el hecho de no poder narrar, no poder contar la propia historia, y ni siquiera saber cuál es la propia historia.
Se trata, pues, de una película sobre la identidad personal. Somos nuestras historias; somos la historia que contamos, hilando peripecias y proyectos, dándole un sentido y así habitando nuestro tiempo y nuestros espacios. Y vamos contando, y vamos contándonos. Pero ¿qué pasa cuando no podemos narrar, cuando ya no sabemos narrar? El sufrir de Anthony, y el de su hija, y el nuestro con ellos, está en la imposibilidad de que nuestro protagonista pueda contar su propia historia. Lo vemos como un espejo roto en pedazos, en historias deslavazadas. Paradójicamente nos acercamos a esta situación “disnarrativa” gracias a la maestría narrativa del director, que hace que sea también el propio espectador el que sufra esta falta de relato. La historia es en un principio difícil seguir, entraña cierta dificultad e incomodidad que sólo poco a poco se va resolviendo.
Buena parte de la fuerza de la película radica en su sobriedad teatral; basada en el diálogo entre personajes, no necesita más espacios que unas cuantas habitaciones, y el único recurso es la palabra, el diálogo. Una película estéticamente sencilla, pero vivencialmente aplastante.
Vivir humanamente supone esculpir el tiempo y habitar los espacios. Tiempo y espacio se convierten en los escenarios de nuestra vida. La película jugará con estas dos dimensiones tan humanas, y nos mostrará cómo la identidad humana se juega en el espacio y en el tiempo. Conforme la película avanza el espacio se deshumaniza, las habitaciones van perdiendo “alma”, humanidad, se van desnudando, hasta quedar reducidas a una pequeña habitación anónima en una residencia, aunque siempre aparece una ventana, símbolo de la posibilidad para mirar la calle, para ver el mundo. Si la película juega con el espacio, los espacios, tanto más lo hace con el tiempo. Una de las peripecias habituales de Anthony es decir que le han robado el reloj, que el mismo se esconde y vuelve a encontrar. Le han quitado el tiempo, no encuentra el tiempo. Y sin espacios y sin tiempo la posibilidad de narrar es casi imposible, y no podemos encontrar a otros, ni siquiera a nosotros mismos.
Necesitamos el abrigo de los relatos −decimos−, pero este abrigo no es otro que el de reconocer los lugares y vivir el tiempo, y reconocer a los otros y a nosotros mismos. Pero a veces, aquí lo comprobamos, la identidad se rompe, se fractura, se resquebraja
¿Quiénes somos si no podemos narrarnos y reconocernos? Nos encontramos así una identidad frágil, tremendamente vulnerable, la suya, quizás la de todos. Necesitamos el abrigo de los relatos −decimos−, pero este abrigo no es otro que el de reconocer los lugares y vivir el tiempo, y reconocer a los otros y a nosotros mismos. Pero a veces, aquí lo comprobamos, la identidad se rompe, se fractura, se resquebraja. La pregunta por el quién se vuelve insistente, pero ya no encajan las piezas, las peripecias ya no se siguen unas de otras. Frágil identidad, límites de nuestros poderes y nuestras capacidades, tal es lo que aquí se nos ofrece a la reflexión. Dicho de otra manera: la dificultad de narrar, es decir, una identidad humana herida.
La película nos da que pensar sobre los límites del poder, sobre las capacidades humanas, o la tan mencionada (y tan poco pensada) autonomía. Nos muestra de manera diáfana cómo un ser humano “poderoso” se tambalea. Miramos a Anthony, nosotros espectadores cinematográficos del siglo XXI, y no sólo vemos a ese protagonista que interpreta el otro Anthony, sino también a algunos sus personajes. Ver a Anthony Hopkins es ver al doctor Frederick Treves con su mirada noble y honesta que busca hacer algo por aquella persona a la que le niegan su humanidad (El hombre elefante, 1980), o al doctor Hannibal Lecter, esta vez con esa mirada mordaz y sutil de quien se ha situado más allá del bien y del mal (El silencio de los corderos, 1991), o a Stevens, con esa calma, tranquilidad y mesura capaz de afrontar los avatares cotidianos (Lo que queda del día, 1993). Así también, de esta manera, ese ser “poderoso” que nuestra imaginería cinematográfica ha construido ahora se derrumba, aparece frágil, sin poder, vulnerable.
Y en esta película vemos historias mínimas, película “mínima”, para expresar una experiencia máxima: el límite de la experiencia. Vivir, tener experiencias, es “viajar”. Viajamos y pasamos el tiempo y recorremos lugares, los convocamos, pero aquí el viaje se rompe, la experiencia se mutila ante este intenso sufrimiento de la imposibilidad de contar, ¿qué hacer? ¿cómo seguir diciendo? ¿Cómo seguir contando (para nosotros mismos, para otros) cuando ya no contamos (relatos, historias)? ¿A dónde se agarra la memoria? Si, perdemos las hojas −es la metáfora del protagonista para describir su deterioro−, ¿qué nos puede mantener en pie?
Quizás sólo queda el gesto, un último gesto que dibuja la película de manos de la cuidadora de Anthony: reír, llorar, la ternura, la caricia, el tacto… cuando ya no hay palabras, ni tan siquiera miradas entretejidas. Frágiles, necesariamente frágiles. Así se nos describe en la película. ¿Cómo curar-cuidar esta fragilidad constitutiva? ¿Cómo vivir en lo inhóspito? ¿Cómo poblar(nos) de nuevo de hojas?
Si la primera escena de la película nos conducía al espacio recluido y progresivamente deshumanizado de habitaciones interiores, la última escena, tras el llanto y la ternura, nos lleva anhelantemente a una ventana donde lo que vemos es un mar de hojas, hombres y mujeres que no han perdido aún sus hojas, aunque eso sí, movidas por el viento.
Ficha técnica:
Título original: The Father
Director: Florian Zeller
Guión: Florian Zeller, Christopher Hampton. Obra: Florian Zeller
Año: 2020
Duración: 97 min.
País: Reino Unido
Reparto: Anthony Hopkins, Olivia Colman, Imogen Poots, Rufus Sewell, Olivia Williams, Mark Gatiss, Evie Wray, Ayesha Dharker
Género: Drama psicológico. Vejez / Madurez. Enfermedad. Alzheimer.
Para citar este artículo: Domingo-Moratalla, Frágil identidad. El padre. Bioètica & debat. 2021 27(92): 26-27