Justicia y dependencia
Este artículo es un extracto del original del mismo título publicado en la revista Bioética & debat. En él se exponen de forma breve las razones filosóficas y éticas de la desconexión entre justicia y dependencia. Y esto se hace desde el repaso de diferentes teorías de justicia poniendo de manifiesto la poca atención que las leyes dan a las personas dependientes y las ayudas que requieren.
Revisado y actualizado por el equipo académico del IBB.
Profesor titular de Filosofía.
Universitat Autònoma de Barcelona y Universitat Oberta de Catalunya
A la sociedad le cuesta una inmensidad reconocer el vínculo entre la justicia y la dependencia. Paradójicamente, no sucede lo mismo con las familias, en cuyo interior las mujeres –sobre todo ellas- se llevan haciendo cargo de las atenciones a las personas dependientes desde la misma existencia de la institución familiar. Esto ha supuesto, históricamente, una doble injusticia y una doble dependencia: la injusticia de abandonar socialmente a las personas dependientes (ancianos, discapacitados, enfermos crónicos, niños, marginados,…) a su suerte familiar, y la injusticia de depositar en el lomo de las mujeres todo el peso de esa carga, privándolas, de ese modo, del acceso a las ventajas del mundo laboral y político. No es necesario decir que el cuidado de los familiares dependientes, aun siendo una carga que la mayoría de los hombres no ha querido asumir, resulta imprescindible para el buen funcionamiento de la sociedad. La atención a las personas dependientes nunca se ha considerado digno de remuneración económica, lo que ha condenado a las mujeres cuidadoras, y aún sigue haciéndolo, a una dependencia económica crónica.
Ambas leyes suponen un reconocimiento de que la dependencia está vinculada a la justicia y de que cuidar a los dependientes es una obligación de la que todos somos responsables y no sólo los más allegados
La Ley de Dependencia en España y en Catalunya la Llei de Serveis Socials, ambas con el objetivo de garantizar ayuda social a los individuos que están en una situación de dependencia, es decir, “en un estado en el que se encuentran las personas que por razones relacionadas con la falta o pérdida de autonomía física, psíquica o intelectual tienen necesidad de asistencia y/o ayudas importantes para poder realizar los actos normales de la vida cotidiana”.1 Ambas leyes suponen un reconocimiento de que la dependencia está vinculada a la justicia y de que cuidar a los dependientes es una obligación de la que todos somos responsables y no sólo los más allegados. Esperemos que esas leyes, ambiciosas en sus propósitos, no sufran del mal de muchas otras leyes cargadas de buenas intenciones: la falta de financiación. Dicho esto, me propongo exponer seguidamente y con brevedad las razones filosóficas y éticas de la habitual desconexión entre la justicia y la dependencia, una desconexión que puede entorpecer la aplicación de ambas leyes.
Si uno repasa las teorías de la justicia que justifican los actuales modelos normativos de sociedad, incluido el modelo del estado del bienestar, no deberíamos extrañarnos de la poca atención que se dedica a la ayuda a las personas dependientes, o de que ésta sea marginal o, en el mejor de los casos, testimonial. La primera de tales teorías es la filosofía del mercado, basada en la defensa de la libertad económica, la protección de la propiedad privada y la mercantilización de las necesidades sociales con el objetivo de optimizar la relación entre costes y beneficios económicos en las relaciones humanas. La segunda es la teoría del contrato social, que propone un gran acuerdo entre los miembros de la sociedad que comparten una igualdad aproximada de capacidad y poder (al menos en el estado de naturaleza prepolítico) y que buscan el beneficio mutuo como finalidad de la cooperación social. La tercera es el utilitarismo, la doctrina moral y económica que tiene como objetivo optimizar la mayor felicidad para el mayor número de personas. Pese a su enorme relevancia social y política, ninguna de estas teorías puede prestar la suficiente atención a la justicia que requieren las personas dependientes.
El mercado ignora a todos los individuos que no pueden ofrecer el precio que el mercado pone a los servicios, incluidos, por supuesto, los servicios sociales. De este modo, sólo las personas dependientes que pueden costearlo son adecuadamente atendidas. Naturalmente, esto excluye a la inmensa mayoría de las personas dependientes, puesto que la dependencia, como no puede ser de otro modo, se concentra entre quienes tienen pocos recursos económicos. No importa si la dependencia es la causa de la precariedad económica de quienes la padecen o ésta es la causa de aquélla. Lo verdaderamente relevante es que ambas están estrechamente relacionadas. Según datos del Banco Mundial, más de 600 millones de personas –uno de cada diez seres humanos¬– vive con alguna forma de discapacidad importante, y de ellas más de 400 millones viven en países pobres. Además, en los países ricos como el nuestro, los individuos con dependencia crónica son frecuentemente los más pobres, lo que paradójicamente contrasta con la mayor necesidad económica que tienen para compensar sus desventajas. La dificultad para obtener ingresos debido a la dependencia se añade –en realidad se multiplica– a las dificultades propias de la dependencia. La situación es moralmente dramática cuando descubrimos que las peores consecuencias de la dependencia pueden ser superadas en la mayoría de los casos con una ayuda social mayor, y comprobamos, sin embargo, que el mercado no hace nada para incentivar ese tipo de ayuda.
En su conocida obra La riqueza de las naciones Adam Smith, uno de los mayores defensores de la filosofía del mercado, exponía uno de los ejemplos que más se citan en la teoría económica liberal para justificar la bondad del mercado. Según el filósofo y economista escocés del siglo XVIII: “no esperamos que la cena llegue por la benevolencia del carnicero, el cervecero o el panadero, sino porque en ello está su interés”. El bienestar general derivado de la economía, según Smith, es el fruto del interés egoísta de los productores y los consumidores, no de algún tipo de generosidad altruista. Tal vez Smith tiene razón con su tesis de que el egoísmo es suficiente motivación para explicar cómo funciona el comercio, pero no cabe duda de que la moralidad y las relaciones humanas no pueden reducirse a las relaciones comerciales. Alasdair MacIntyre replica al ejemplo de Smith, con no poca ironía, advirtiendo que si un cliente habitual entrara en la carnicería, se diera cuenta de que el carnicero está sufriendo un ataque al corazón y sólo dijera: “Huy!, según veo, hoy no está en condiciones de venderme carne” y se dirigiera a continuación a la carnicería de enfrente, no hay duda de que eso perjudicaría la relación humana entre ambos, incluida la relación económica, pese a que nadie haya violado las reglas del mercado.2
La ayuda a la dependencia no se puede derivar, por tanto, ni de la racionalidad del mercado ni de la motivación moral que la sustenta
El egoísmo del mercado sólo se puede mantener dentro de una red de relaciones humanas más amplia presidida por una reciprocidad que no obedece ni se reduce al mero interés personal. El compromiso moral y social con los demás debe basarse en la reciprocidad, pero no en la reciprocidad de las relaciones de mercado en que los cooperadores buscan la maximización de su propio beneficio, sino en una reciprocidad basada en el servicio mutuo, en el deseo de servir a los demás como parte de lo que es una vida buena para mí, y el deseo al mismo tiempo de ser servido por los demás (si es que a ellos les es razonablemente posible). El deseo de servir a los demás no debe ser la codicia, sino la generosidad. La ayuda a la dependencia no se puede derivar, por tanto, ni de la racionalidad del mercado ni de la motivación moral que la sustenta.
Las teorías del contrato social tienen la ventaja, respecto al mercado, de que parten del compromiso moral con una cierta igualdad entre los individuos. Su premisa básica (pese a las diferencias entre los diversos defensores del contrato social: Hobbes, Locke, Rousseau, Kant, en sus versiones clásicas; y Nozick, Gauthier o Rawls en la actualidad) es que individuos “libres, iguales e independientes” se reúnen para acordar las reglas básicas de la sociedad. El resultado es mucho más prometedor que el mercado, y el ciudadano pasa a ser el centro de la reflexión social y política en detrimento del consumidor. Las políticas basadas en los Droits de l’Homme et des Citoyens, posteriormente los Derechos Humanos, les deben mucho a las teorías del contrato social. Sin embargo, del contractualismo tampoco se deriva un tratamiento adecuado de la dependencia. No hay que olvidar que los contratantes son individuos que comparten una aproximada igualdad de poder y capacidad como base de la igualdad moral, lo que resulta muy útil para defender una sociedad libre de la dominación y las injusticias de clase, etnia y género, pero no se ajusta a la descripción de las personas dependientes que, por definición, poseen unas capacidades y un poder inferiores –en ocasiones muy inferior- al de la mayoría de los individuos. En un libro reciente, Martha Nussbaum lo explica con mucha claridad: “la incapacidad de dar una respuesta adecuada a las necesidades de los ciudadanos con deficiencias y discapacidades es un grave defecto en las teorías modernas que derivan los principios políticos básicos de un contrato para el beneficio mutuo”.3
¿Qué pueden ofrecer las personas dependientes a cambio de la ayuda –a veces, una ayuda realmente grande- que necesitan de los demás? Si la reciprocidad se basa en el interés mutuo, resulta harto difícil justificar una asistencia costosa a las personas dependientes. Podemos pensar que todos somos susceptibles de ser dependientes en algún momento de nuestra vida, sobre todo si tenemos la suerte de llegar a viejos, lo que insertaría la ayuda a la dependencia en el contrato basado en el beneficio mutuo. Pero ese argumento no es suficiente. Primero, porque se nos puede replicar que un sistema privado de seguros (el mercado) puede hacerse cargo eficientemente de ese riesgo calculado, con el consabido problema de que el mercado acabará excluyendo a los más pobres, que son precisamente los que más posibilidades tienen de convertirse en personas dependientes durante más tiempo. Y segundo, porque algunas personas dependientes lo son desde que nacen o desde muy jóvenes, mucho antes de que puedan compensar productivamente a la sociedad la mayor parte de la asistencia que van a necesitar durante toda su vida. El mercado los excluye por definición, y las teorías del contrato social se vuelven sordas a sus reclamaciones porque las personas dependientes tienen muy poco que ofrecer a sus conciudadanos en los términos clásicos del beneficio mutuo de la cooperación social.
El único modo de justificar una asistencia social generosa hacia las personas dependientes es sustituir el enfoque del mutuo beneficio por otro basado en la generosidad no calculada
El único modo de justificar una asistencia social generosa hacia las personas dependientes es sustituir el enfoque del mutuo beneficio por otro basado en la generosidad no calculada, en el aprecio por la ayuda a las personas necesitadas independientemente del retorno objetivo de esa ayuda, con el convencimiento de que la cooperación social es un valor que se justifica por sí mismo, cuya bondad reside en sí mismo, y no sólo en los beneficios que produce a quien coopera.
El utilitarismo tampoco sale mejor parado a la hora de defender la asistencia para las personas con dependencia. A pesar de que se trata de la teoría que, junto a los movimientos socialistas del siglo XIX y principios del siglo XX, más ha hecho por el estado del bienestar, la fórmula que Jeremy Bentham popularizó de la mayor felicidad o el mayor bienestar para el mayor número de personas no resulta adecuada para promover la justicia hacia las personas dependientes. La razón es que la métrica de la justicia que el utilitarismo propone -el bienestar- paradójicamente acaba perjudicando a las personas dependientes. En un principio, podríamos pensar que las dependencias van asociadas a un déficit de bienestar que se acabaría reduciendo con la asistencia especial que los afectados necesitan, de modo que sin esas ayudas el nivel de bienestar permanecería bajo y, en cambio, con tales ayudas aumentaría considerablemente, probablemente en un nivel proporcional a la magnitud de la dependencia. Sin embargo, las cosas no son tan sencillas.
En primer lugar, el utilitarismo tiene como finalidad sopesar el bienestar de todos los individuos hasta lograr el máximo bienestar sumado, y nada nos asegura que el bienestar ganado por las personas dependientes al recibir la ayuda que requieren será mayor que el bienestar perdido por el resto de personas que tienen que hacerse cargo de esa ayuda. Recordemos que el utilitarismo mide el bienestar logrado por los individuos, pero no evalúa moralmente la fuente del bienestar. Por ejemplo, si una sociedad egoísta cediese parte de sus impuestos a regañadientes -o únicamente obligados por la ley- para financiar la asistencia de las personas dependientes, podría ocurrir que la infelicidad sumada de millones de personas que ven recortados sus ingresos por culpa de la presión fiscal superase a la felicidad de la minoría de personas dependientes al recibir la asistencia financiada con esos impuestos. En segundo lugar, al concentrarse en la maximización del bienestar agregado, el utilitarismo realiza comparaciones de bienestar sin tener en cuenta su distribución. Así pues, el precario bienestar de una persona con dependencia podría verse compensado por el extraordinario bienestar de una persona que no padece ningún tipo de limitación, porque lo importante es la suma global y no su distribución. Lo que cuenta es la suma global del bienestar en la sociedad, con independencia de la magnitud de su posible desigualdad. Finalmente, no está claro que el bienestar de las personas dependientes tenga que aumentar mucho con las ayudas que necesitan. La explicación es que el bienestar es un concepto mental, que no tiene suficientemente en cuenta las minusvalías objetivas. Imaginemos a una persona con dependencia que, con el tiempo y no poco esfuerzo, ha logrado ajustar sus deseos a sus circunstancias y ha aprendido a adaptarse a la adversidad. Eso le permite llevar una vida con cierta felicidad a base de satisfacer pequeños placeres. En el cómputo del bienestar, esa persona no tiene por qué estar en gran desventaja respecto a las demás, a pesar de que sus minusvalías puedan seguir siendo altas. La necesidad objetiva de asistencia puede ser alta, pero su bienestar no necesariamente es muy bajo. En ese caso, el utilitarismo no sabría cómo ayudar a una persona con gran dependencia pero medianamente feliz dadas sus circunstancias, o al menos no sabría darle toda la ayuda que su dependencia requiere.
Para vincular la justicia y la dependencia debemos partir de una concepción moral del ser humano que no le dé la espalda a su animalidad, a su corporeidad, a la vulnerabilidad de su cuerpo y de su psique
En síntesis, ni el mercado ni el contrato social ni el utilitarismo pueden dar razón de la justicia que necesitan las personas dependientes. Para vincular la justicia y la dependencia debemos partir de una concepción moral del ser humano que no le dé la espalda a su animalidad, a su corporeidad, a la vulnerabilidad de su cuerpo y de su psique. La tradición ética de los derechos ha puesto un peso excesivo en la racionalidad práctica o moral del ser humano como base de su dignidad. Desde Sócrates, los estoicos y Kant, aquello que nos vuelve seres particularmente dignos es nuestra libertad y autonomía moral, la independencia del individuo contra los intentos sociales por dominarlo e imponerle un modo de pensamiento y de vida determinado. Es cierto que el ser humano es todo eso, y está bien que la política parta de esa convicción con el objetivo de evitar que unos individuos opriman a otros. Pero las personas son también seres vulnerables y dependientes de muchos y diversos modos. Padecen enfermedades, dependen de los demás para su supervivencia, sufren deficiencias psíquicas, discapacidad y accidentes corporales, son víctimas de agresiones y maltratos, nacen completamente desprotegidos y envejecen –cuando tienen la suerte de hacerlo- con una progresiva decadencia física y psíquica. Las aflicciones del ser humano, que son compartidas con el resto de los animales, no lo hacen menos humano sino todo lo contrario: lo convierten en un ser demasiado humano e inevitablemente vinculado a la realidad natural de este planeta y no a un mundo idealizado de espíritus morales abstractos. Los seres humanos tenemos necesidades naturales y esas necesidades durante buena parte de la vida sólo se pueden satisfacer en dependencia con los demás. El reconocimiento de la dependencia como parte de la dignidad del ser humano es imprescindible para relacionar la justicia social con las necesidades de las personas dependientes. Sólo de ese modo podemos darnos cuenta de que la asistencia a la dependencia no es una carga sino, sobre todo, un modo de convertir nuestro mundo de adversidades y aflicciones en un mundo moralmente más humano.
La justicia para las personas con dependencia exige solidaridad de la sociedad: exige fraternidad, además de libertad e igualdad. La fraternidad implica un compromiso de ayuda y de cooperación con los demás, una cooperación que debe ser entendida como algo valioso por sí mismo y no por los beneficios económicos o políticos que reporta. Se trata de una idea importante para entender la fraternidad, porque el objetivo de ésta no es el beneficio mutuo, sino satisfacer el valor intrínseco de ayudar a quien más lo necesita. La fraternidad consiste en ayudar a los demás porque lo necesitan, y presupone que nos importa su suerte (en las relaciones mercantiles y en las contractuales, sólo nos importa cómo los demás pueden incrementar nuestro beneficio, pero no hay una preocupación franca por el bienestar ajeno). En una sociedad fraterna, nos preocupamos los unos por los otros; es una sociedad basada en la provisión mutua, una sociedad que acepta la fragilidad del ser humano como algo que es colectivamente remediable, que acepta que somos vulnerables (a la enfermedad y la discapacidad, a las catástrofes, a los problemas de la vejez, al abandono y los abusos de la infancia, a la exclusión social, a las fuerzas económicas externas, al desempleo involuntario, al egoísmo de nuestros vecinos, a los prejuicios sociales, raciales, sexistas, religiosos, a la misma necesidad de cuidar a los demás); una sociedad fraterna es, en definitiva, una sociedad más justa e igualitaria.4 Y puesto que no es esperable que en la sociedad actual, presidida por las relaciones mercantiles y contractuales en casi todos sus ámbitos, los individuos prioricen la fraternidad a una cooperación estrictamente egoísta, la fraternidad institucional debería ocupar el vacío o la escasez de las virtudes individuales. El Estado, las leyes, las organizaciones gubernamentales (y no sólo las no gubernamentales) deberían garantizar la fraternidad como parte de lo que las legitima como instituciones justas.
Larga vida, pues, a la Ley de Dependencia y a la Llei de Serveis Socials, y que sean la punta de lanza de una sociedad cada vez más justa con las personas dependientes, que somos todos y cada uno de nosotros en un momento u otro de nuestras vidas.
Citas bibliográficas:
(1) Es la definición de dependencia que da el Consejo de Europa en su Recomendación (98) 9 de 18 de septiembre de 1998. Citado en Observatori d’ètica aplicada a la intervenció social, Les persones i el dret a decidir, 2005, p. 35.
(2) A. MacIntyre, Animales racionales y dependientes, Barcelona, Paidós, 2001, p. 138.
(3) M. Nussbaum, Las fronteras de la justicia, Barcelona, Paidós, 2007, p. 110.
(4) A. Puyol, “La herencia igualitarista de Jonh Rawls”, Isegoría. Revista de filosofía moral y política, 2004, n. 31.
Para citar este artículo: Puyol, A. Justicia y dependencia. Bioètica & debat. 2007; 13(47): 1-6