La pregunta filosófica por el ser humano. Homenaje a Ana Frank
En un tiempo donde la guerra está tan presente, recuperamos un artículo de Joan Ordi en el que encontramos de plena actualidad el fragmento del Diario de Ana Frank que el autor menciona: "Yo no creo que la guerra sea cosa de grandes hombres, gobernantes y capitalistas. (...) Al hombre pequeño también le gusta; si no, los pueblos ya se habrían levantado en contra".
Doctor en Filosofía. Licenciado en Teología.

Digamos, de entrada, que el tema de la antropología filosófica es la cuestión que la misma condición del ser humano nos plantea, o sea, el problema que el hombre, en el sentido más genérico e inclusivo de la palabra, arrastra inevitablemente en vivir. Ahora bien, como quiera que se trata de una cuestión que se refracta en centenares de otras pequeñas cuestiones, no podemos afrontarla nunca directamente, como quien intentase dar al blanco sobre un punto suelto, y éste bien centrado. Sucede, más bien, con la antropología filosófica, al revés: que su objeto único sólo se nos hace evidente al atisbo de muchos elementos constitutivos de aquello que, con afán de simplificación, llamamos la condición humana. Por esta razón, aquí tan sólo proponemos algunos puntos que nos ayuden a entender los reflejos de dicha condición. El lector y la lectora son invitados así a entender indirectamente de qué se ocupa la antropología filosófica y qué utilidad nos promete para la vida.
1. La guerra, o el cuestionamiento de la razón
Empecemos por una constatación que a nadie le gusta demasiado. En su famoso Diario, Ana Frank nos regala esta breve meditación filosófica:
«Yo no creo que la guerra sólo sea cosa de grandes hombres, gobernantes y capitalistas. ¡Nada de eso! Al hombre pequeño también le gusta; si no, los pueblos ya se habrían levantado contra ella. Es que hay en el hombre un afán de destruir, un afán de matar, de asesinar y ser una fiera; mientras toda la humanidad, sin excepción, no haya sufrido una metamorfosis, la guerra seguirá haciendo estragos, y todo lo que se ha construido, cultivado y desarrollado hasta ahora quedará truncado y destruido, para luego volver a empezar.»1
El mito cientifista de la superioridad de la razón humana no superó las llamas del holocausto ni la barbarie más irracional de los campos de concentración. Y la segunda mitad del siglo XX se ha cerrado con todo un cúmulo inesperado de nuevos conflictos bélicos, masacres y violaciones sistemáticas de los derechos humanos
El hombre pequeño somos nosotros, cualquier hombre o mujer que conduce su vida desde la claridad y la oscuridad de la existencia humana vivida espontáneamente. La guerra nos gusta, pues. Pero también el ciclo de reconstrucción y autosuperación al cual nos llama la destrucción una vez nos asusta. Construir, destruir, volver a empezar: he aquí la expresión de un ciclo ahistórico que se aviene mal con una interpretación lineal de la historia como proyección hacia un futuro siempre mejor. El siglo XIX vivió hipnotizado por el mito del progreso en la historia, por la concepción de la marcha de la humanidad como un avance incesante en la creciente e imparable racionalización de la sociedad. Ana Frank fue, en cambio, testimonio precoz de los horrores nazis. El mito cientifista de la superioridad de la razón humana no superó las llamas del holocausto ni la barbarie más irracional de los campos de concentración. Y la segunda mitad del siglo XX se ha cerrado con todo un cúmulo inesperado de nuevos conflictos bélicos, masacres y violaciones sistemáticas de los derechos humanos. ¡Qué pequeño que es el hombre! ¡Qué miseria más inhumana no revela nuestro corazón pequeño! He aquí, pues, de lo que se tiene que ocupar la antropología filosófica: de reflexionar sobre la pequeñez y la grandeza de la condición humana, para dilucidarla si cabe un poco más y para vivirla con más voluntad humanizadora, aprovechando la lección histórica de la metamorfosis que la humanidad tiene que sufrir, y no sólo pensar.
2. La esperanza, o la vivencia del sentido
Fallamos el tiro cuando nos imaginamos que las personas conscientes de la maldad que anida en el corazón y en la mente humana tienen que ser profundamente pesimistas. La realidad se nos muestra sorprendentemente inversa: la lucidez sobre el lado oscuro de la condición humana aviva luces de esperanza. Pese a la realidad inminente de la desgracia, Ana Frank lo formula así desde su escondite inútil:
«Cada día me siento crecer por dentro, siento cómo se acerca la liberación, lo bella que es la naturaleza, lo buenos que son quienes me rodean, lo interesante y divertida que es esta aventura. ¿Por qué habría de desesperar?» 2
A un mes de cumplir quince años, edad en que morir parece romper toda plenitud, Ana expresó con pureza cristalina la secreta promesa que la vida nos brinda a cada paso: crecer cada día un poco más, pero no en una quimérica racionalización de la existencia, sino en una liberación real del mal que oprime a la historia humana, para hacer sitio a la bondad que, lejos de ser inocente, ingenua e inconsciente, se construye sobre la lúcida percepción de la crueldad y la injusticia que nos deshumanizan. El filósofo canadiense Jean Grondin toma así el reto de formular este crecimiento personal hacia el bien:
«¿En qué consiste esta esperanza? A riesgo de resultar tautológico, consiste en la esperanza de que vale la pena vivir la vida, de que merece la pena vivirla para otro, porque el otro espera algo de mí y yo puedo responder a esa espera o, mejor aún, rebasarla. Lo consigo al hacerle la existencia menos cruel, más justa, más libre, pero también más tierna; en una palabra, más sabrosa y más sentida. Esto no es más que otra manera de decir que la vida debe ser vivida como si debiese ser juzgada.» 3
El bien sabe qué hacer con el mal, conoce cómo transformarlo en esperanza de nueva plenitud. El mal, en cambio, nos priva del futuro y llena de absurdo el presente al negar todo sentido a los esfuerzos del pasado
La vivencia del sentido y la vivencia del mal no son conmensurables, una no es el reverso de la otra. El mal, y toda su banalidad si se quiere, no nos lleva a la playa de ninguna esperanza. Su dinámica destructora, deshumanizadora, sólo se pararía allí donde el hombre abdicara de su condición de ser bueno y perfectible. Entonces ya no podríamos ni percibir que el mal ofende a nuestra dignidad. El sentido, en cambio, siempre suscita una vivencia de lo que es connatural al ser humano, de lo que le es debido por esencia. Allí donde el bien puede ser objeto de una vivencia real, por insignificante o pobre que ésta se nos presente en la vida cotidiana, siempre contiene una promesa de mayor realización. El bien sabe qué hacer con el mal, conoce cómo transformarlo en esperanza de nueva plenitud. El mal, en cambio, nos priva del futuro y llena de absurdo el presente al negar todo sentido a los esfuerzos del pasado. He aquí, pues, de qué se tiene que ocupar la antropología filosófica: de reflexionar sobre la grandeza del corazón pequeño del hombre, sobre la esperanza de humanidad como motor de la historia más real y racional que la razón meramente tecno-científica y económico-política. Y esta reflexión parte de una constatación elemental: el ser humano no puede dar sentido a su vida al margen de la ética, o sea, de la búsqueda del bien que le obliga.
3. El mundo, o la mundanidad del hombre
Cuando hemos de escondernos y aislarnos del mundo como Ana en la Casa de Detrás, éste ha dejado de ser el nido natural del ser humano. En cambio, la experiencia espontánea del mundo, la que se produce cuando el ser humano no convierte un trozo de mundo en reino de la violencia, la mentira y la injusticia, lleva a una cierta identificación mística (filosófica o religiosa) con su belleza, la energía poderosa que lo gobierna, la regularidad de sus ritmos, las leyes imparciales de sus fenómenos y la abundancia de sus recursos. El mundo tiende a ser, y pretende convertirse en, el espacio materialmente natural de comunión entre las personas, el ámbito en que la cultura, como interpretación colectiva del sentido de la vida, vincula las personas a través del trabajo, la razón, el sentimiento y un proyecto en común. Ana Frank encontraba consuelo precisamente en esta vivencia de radical mundanidad del ser humano:
«Para todo el que tiene miedo, está solo o se siente desdichado, el mejor remedio es salir al aire libre, o a algún sitio en donde poder estar totalmente solo, solo con el cielo, con la naturaleza y con Dios. Porque sólo entonces, sólo así, se siente que todo es como debe ser y que Dios quiere que los hombres sean felices en la humilde pero hermosa naturaleza.
Mientras todo esto exista, y creo que existirá siempre, sé que toda pena tiene consuelo, en cualquier circunstancia que sea. Y estoy convencida de que la naturaleza es capaz de paliar muchas cosas terribles, pese a todo el horror.» 4
La existencia del mundo plantea la cuestión antropológica de la dimensión mundanal de nuestra condición. La pregunta por el mundo es, al mismo tiempo e inevitablemente, pregunta por el sentido de nuestra existencia en el mundo
La existencia del mundo plantea la cuestión antropológica de la dimensión mundanal de nuestra condición. La pregunta por el mundo es, al mismo tiempo e inevitablemente, pregunta por el sentido de nuestra existencia en el mundo. No hay bastante, pues, con un acercamiento científico a la materia y a la materialidad de nuestro ser. Heidegger nos recuerda que la pregunta primera de la metafísica resuena siempre al compás de nuestros diferentes estados de ánimo, que la modulan de manera particular. Es la pregunta siguiente:
«¿Por qué es el ente y no más bien la nada? Esta es la pregunta. Probablemente no es una pregunta cualquiera. «¿Por qué es el ente y no más bien la nada?» es, al parecer, la primera de todas las preguntas. Es la primera, aunque ciertamente no lo es en el orden temporal en el que se sucedieron las preguntas. El ser humano singular, lo mismo que los pueblos, pregunta muchas cosas en su histórico camino a través del tiempo. [...] Y, pese a todo, una vez, quizás hasta de vez en cuando, todos nos sentimos rozados por el oculto poder de esta pregunta sin comprender del todo lo que nos ocurre.» 5
El ser humano resulta incomprensible al margen de su desarrollo en el mundo. El mundo no parece tener sentido si no es para el ser humano. La amplitud y exuberancia material del cosmos parecen ofrecer un espectáculo gratuito de energía que requiere un sentido, una justificación, una interpretación. Aquí aparece el origen y la base de las antiguas cosmogonías, teogonías y antropologías, que ya se fueron configurando al compás de las primeras civilizaciones humanas. También la antropología filosófica actual tiene que subsumir esta vieja cuestión bajo el horizonte de una reflexión multidisciplinar sobre el papel del hombre en el mundo.
La cuestión que el ser humano es para sí mismo continúa acompañando la aventura humana en la superficie de nuestro planeta. La antropología filosófica no puede dejar de sentir como propia la pregunta por la condición humana y por el sentido de la obra del hombre en el mundo
Es obvio que las palabras han hiperinflado su significado a través de los siglos y de los cambios de época. Por ejemplo, el concepto de hombre del que partimos hoy día, después de las aportaciones de la modernidad y de las ciencias naturales y humanas, ya contiene pocos rasgos de la ingenuidad de la época clásica griega, cuando el hombre era visto en continuidad substancial con la naturaleza y el resto del mundo animado. Asimismo, la cuestión que el ser humano es para sí mismo continúa acompañando la aventura humana en la superficie de nuestro planeta. La antropología filosófica se encuentra así, hoy día, preñada de nueva información, de más experiencia histórica, de planteamientos que se han superpuesto o sucedido en la historia del pensamiento y de las culturas, pero no puede dejar de sentir como propia la pregunta por la condición humana y por el sentido de la obra del hombre en el mundo. Y por la armonía, si es posible, entre las dimensiones del ser humano, como expresa Ana Frank:
«Siempre está esa lucha entre el corazón y la razón, hay que escuchar la voz de ambos a su debido tiempo, pero ¿cómo saber a ciencia cierta si he escogido el buen momento?» 6
4. El lenguaje, o el acceso a la realidad
La experiencia nativa que el ser humano hace del lenguaje no consiste en descubrir un código de signos a punto para facilitar la comunicación entre las personas. De lenguaje está hecho el pensamiento, de la misma manera que los conceptos están hechos de palabras. Son más bien los lenguajes artificiales, confeccionados por el hombre, los que muestran la fisonomía de un código de signos. El lenguaje natural, en cambio, es depositario de un poder más alto: dar acceso a la realidad, hacer posible el diálogo interior de las personas, construir los conceptos indispensables para percibir las cosas, estructurar la cadena de razonamientos que nos permite entrelazar los conocimientos unos con otros. El último Heidegger llegó a decir que, propiamente, no hablamos un lenguaje, sino que es el mismo lenguaje el que habla. O sea, nuestra relación con el mundo y la misma estructuración de un espacio humano de convivencia siempre presentan una credencial de naturaleza lingüística. No es cierto que no haya nada más que lenguaje, pero sí que nada es para nosotros sino lingüísticamente. Por ejemplo, sin lenguaje no hay acceso a la verdad de las personas, como escribe Ana Frank:
«Mi madre nunca me ha contado nada de sí misma, ni yo le he preguntado. ¿Qué sabemos ella y yo de nuestros respectivos pensamientos? No puedo hablar con ella; no puedo mirar afectuosamente a esos fríos ojos suyos, no puedo. ¡Nunca!» 7
Es cierto que Occidente, a menudo, ha caído en una cierta idolatrización del lenguaje, creyendo que, con las palabras, se apropiaba de la esencia de las cosas. Por eso, Nietzsche pretendía argumentar contra esta tendencia al subrayar el carácter metafórico del lenguaje:
«Creemos saber algo de las cosas mismas cuando hablamos de árboles, colores, nieve y flores, y no poseemos, sin embargo, más que metáforas de las cosas que no corresponden en absoluto a las esencias primitivas. Del mismo modo que el sonido configurado en la arena, la enigmática x de la cosa en sí se presenta en principio como impulso nervioso, después como figura, finalmente como sonido. Por tanto, en cualquier caso, el origen del lenguaje no sigue un proceso lógico, y todo el material sobre el que, y a partir del cual, trabaja y construye el hombre de la verdad, el investigador, el filósofo, procede, si no de las nubes, en ningún caso de la esencia de las cosas.» 8
Según esta interpretación del lenguaje, la verdad no sería nada más que un invento lingüístico del hombre mismo, la superposición arbitraria de metáforas, metonimias y sinécdoques a las impresiones de los sentidos. Se trata de una postura radical. Y hasta un cierto punto, autodestructora: sólo resultaría comprensible si, por un momento, admitiéramos que es falsa, o sea, si damos valor de verdad a su mismo discurso, para negar, acto seguido, la verdad de cualquier discurso humano. Es fácil mostrarse en desacuerdo con una postura escéptica tan radical. Pero, entonces, se tendría que razonar bien la esencial lingüisticidad de la condición humana. Y ésta también es tarea de aquella reflexión filosófica sobre el ser humano que constituye la antropología filosófica. Parece más acertado, al respecto, recoger el parecer de Wittgenstein, como punto de partida para poner en marcha la reflexión:
« 6.51 El escepticismo no es irrefutable, sino un sinsentido obvio, pues quiere plantear dudas allí donde no se puede preguntar.
Pues una duda sólo puede existir allí donde existe una pregunta; una pregunta sólo donde existe una respuesta y esta última sólo donde puede decirse algo.» 9
El lenguaje delimita qué podemos preguntar con sentido y qué queda, como valor realmente importante, más allá de todo lenguaje, como una incitación permanente para ir más allá de los hechos del mundo y transcenderlos hacia el valor absoluto. El ser humano muestra poseer condición de frontera entre el mundo como totalidad de hechos y el posible objeto de una aspiración congénita a la plenitud, a la verdad y al sentido no meramente accidentales, casuales ni parciales.
La reflexión de la antropología filosófica no pretende otra cosa que contribuir, desde el pensamiento, a hacer del mundo una casa digna de ser habitada por el hombre
5. ¿Qué es, pues, la antropología filosófica?
Sean suficientes las reflexiones anteriores para ofrecer una idea inicial sobre la disciplina que aquí queríamos presentar al lector o lectora. Son, obviamente, muchísimas más las dimensiones que dan forma a la condición humana y que la antropología filosófica tiene que ir explicitando de manera consistente en su camino reflexivo hacia el hombre, con voluntad de veracidad, tal y como recomienda Ana Frank:
« [...] y tampoco en el futuro le tendré miedo a la verdad, puesto que, cuanto más se la pospone, tanto más difícil es enfrentarla.» 10
La reflexión de la antropología filosófica no pretende otra cosa que contribuir, desde el pensamiento, a hacer del mundo una casa digna de ser habitada por el hombre, de manera que, en un futuro ideal, ya no se tuviese que haber escrito una constatación como esta otra de Ana Frank:
«El mundo está patas arriba. A los más honestos se los llevan a los campos de concentración, a las cárceles y a las celdas solitarias, y la escoria gobierna a grandes y pequeños, pobres y ricos.» 11
Ahora bien, puesto que el problema del hombre queda siempre abierto a múltiples interpretaciones que no son fácilmente conciliables entre sí, la antropología filosófica se autoimpone una tarea que no se puede considerar acabada fácilmente con apuntar a un único factor, aspecto o característica, por importante que éste sea. Dicho carácter abierto y siempre problemático de la vida humana como cuestionamiento filosófico sobre qué somos y qué sentido tiene nuestra existencia y nuestra obra en el mundo, y no simplemente como cuestión meramente cultural, científica o existencial, continúa justificando el hecho de que la filosofía encuentre en la cuestión del hombre uno de los estímulos más importantes, si no el fundamental, para no renunciar a ser un pensamiento que puede reivindicar sus propios derechos ante una cultura ambiental que a menudo parece olvidarse del problema inevitable que el hombre es para sí mismo.
Concluimos con la propuesta de entender la antropología filosófica como la reflexión que la filosofía lleva a cabo sobre la condición, la existencia y la obra del ser humano en el mundo, para determinar qué es lo específico del ser humano
Concluimos, pues, con la propuesta de entender la antropología filosófica como la reflexión que la filosofía lleva a cabo sobre la condición, la existencia y la obra del ser humano en el mundo, para determinar qué es lo específico del ser humano, lo que le caracteriza de suyo, qué estructuras esenciales muestran esta especificidad y qué indicaciones nos salen al encuentro en estas mismas estructuras, al objeto de intentar responder a la cuestión relativa al sentido de la existencia humana. Este sentido pasa por la construcción de ideales humanos. Tanto en épocas de mayor facilidad social como en momentos históricos de maldad y de especial ofuscación colectiva. Acabemos nuestro homenaje a Ana Frank recordando sus palabras sobre el papel de los ideales en la vida humana. Son, éstas, unas palabras impresionantes y resuenan en nuestros oídos con el valor de un testamento espiritual que la antropología filosófica, en tanto que buena albacea, tiene que ejecutar con esmero:
«Ahí está lo difícil de estos tiempos: la terrible realidad ataca y aniquila totalmente los ideales, los sueños y las esperanzas en cuanto se presentan. Es un milagro que todavía no haya renunciado a todas mis esperanzas, porque parecen absurdas e irrealizables. Sin embargo, sigo aferrándome a ellas, pese a todo, porque sigo creyendo en la bondad interna de los hombres.
Me es absolutamente imposible construir cualquier cosa sobre la base de la muerte, la desgracia y la confusión. Veo cómo el mundo se va convirtiendo poco a poco en un desierto, oigo cada vez más fuerte el trueno que se avecina y que nos matará, comparto el dolor de millones de personas y, sin embargo, cuando me pongo a mirar el cielo, pienso que todo cambiará para bien, que esta crueldad también acabará, que la paz y la tranquilidad volverán a reinar en el orden mundial. Mientras tanto, tendré que mantener bien altos mis ideales, tal vez en los tiempos venideros aún se puedan llevar a la práctica.» 12
Referencias bibliográficas:
1. Frank A. Diario. Barcelona: De Bolsillo; 2007. p.311.
2. Frank A. Diario. Barcelona: De Bolsillo; 2007. p.312.
3. Grondin J. Del sentido de la vida. Un ensayo filosófico. Barcelona: Herder; 2005. p.144.
4. Frank A. Diario. Barcelona: De Bolsillo; 2007. p.221.
5. Heidegger M. Introducción a la metafísica. Barcelona: Gedisa; 1995. p.11.
6. Frank A. Diario. Barcelona: De Bolsillo; 2007. p.307.
7. Frank A. Diario. Barcelona: De Bolsillo; 2007. p.209
8. Nietzsche F. Sobre verdad y mentira en sentido extramoral. [acceso
1 de julio de 2010] Disponible en: http://www.edu.mec.gub.uy/biblioteca%20digital/libros/N/Nietzsche%2020Sobre%20verdad%20y%20mentira%20en%20sentido%20ex.pdf, p.6.
9. Wittgenstein L. Tractatus logico-philosophicus. Madrid: Tecnos; 2002, p.274; traducción de Luis M. Valdés Villanueva.
10. Frank A. Diario. Barcelona: De Bolsillo; 2007. p.113.
11. Frank A. Diario. Barcelona: De Bolsillo; 2007. p.336.
12. Frank A. Diario. Barcelona: De Bolsillo; 2007. p.366.
Para citar este artículo: Ordi J. La pregunta filosófica por el ser humano. Homenaje a Anna Frank. bioètica & debat · 2010; 16(60): 1-6