¿Podemos mejorar las generaciones futuras?

Resumen

Uno de los ámbitos de la ética aplicada es la llamada ética de las generaciones futuras. Su objetivo es explorar las obligaciones de los humanos del presente respecto a los que nacerán en el futuro. En cuanto al ámbito medioambiental, cada vez es más urgente esta reflexión. Aun así, este artículo plantea otra pregunta: ¿tenemos el derecho o la obligación de mejorar las generaciones futuras si tenemos capacidad para hacerlo? La respuesta no es sencilla.

Publicado
22 | 2 | 2024
Francesc Torralba Roselló

Doctor en Filosofía, en Teología, en Pedagogía y en Historia, Arqueología y Artes Cristianas. Director de la Cátedra Ethos de ética aplicada en la Universidad Ramon Llull y catedrático de la misma universidad. Miembro del equipo académico del Institut Borja de Bioètica-URL.

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Bioètica & Debat

Uno de los ámbitos de la ética aplicada que ha experimentado un desarrollo extraordinario en las últimas décadas es el que se conoce con el nombre de ética de las generaciones futuras.1 El objetivo central de este ámbito de la ética es explorar las obligaciones que tenemos los seres humanos del presente respecto a aquellos que nacerán en el futuro. Según algunos críticos de esta corriente, nuestras obligaciones se limitan solo al campo del presente, ya que quien no existe aún no tiene derechos y, por tanto, no se pueden imputar responsabilidades hacia aquel que aún no es. Por otra parte, es evidente que según nuestro modo de vivir y de producir, según nuestro estilo de consumo y gasto energético, la vida digna de las generaciones futuras sobre la tierra está, sencillamente, amenazada. Esta ética futurista, que en el ámbito de la ética medioambiental ha desarrollado Hans Jonas, entre otros, nos lleva a reflexionar sobre qué deberes tenemos hacia aquellos que nacerán y vivirán en nuestro planeta en el futuro inmediato y lejano.

Se trata de investigar si podemos mejorar las generaciones futuras, es decir, si tenemos el derecho a hacerlo o la obligación de realizarlo en el caso de poderlo hacer

No pretendemos, en este artículo, explorar las diferentes posiciones en ética de las generaciones futuras, ni ponderar los argumentos de los críticos, sino explorar las posibles respuestas a un interrogante muy sencillo en su formulación, pero ciertamente, muy complejo en su resolución. Se trata de investigar si podemos mejorar las generaciones futuras, es decir, si tenemos el derecho a hacerlo o la obligación de realizarlo en el caso de poderlo hacer. Esta cuestión está muy presente en el debate ético alrededor del uso y de la aplicación de las biotecnologías y, aunque naturalmente hay posiciones fronterizas, a grandes rasgos, existen dos grandes actitudes. Según algunos filósofos y científicos, es un deber mejorar las generaciones humanas si tenemos capacidad de hacerlo, mientras que para otro grupo también numeroso, es un deber no intervenir en la naturaleza humana y dejar que el “azar de los genes” (expresión que utiliza John Harris) se desarrolle sin la injerencia tecnológica. Entre los primeros autores, destacamos como uno de los máximos exponentes, John Harris, el autor de Superman y la mujer maravillosa y El valor de la vida. Entre los segundos, Hans Jonas, pero también hemos de recordar Jürgen Habermas. En su polémica con Peter Slöterdij,2 el autor de la Teoría de la acción comunicativa (1981) es partidario de no “tocar” la naturaleza humana y preservarla tal como es en sí misma.3

No todo lo que podemos hacer tecnológicamente, tenemos el derecho de hacerlo. La pregunta esencial consiste en discernir dónde está el límite, quién pone el límite y por qué hace falta ponerlo en el caso de que sea necesario

Para poder responder, mínimamente, al interrogante planteado, hay que distinguir de entrada los sentidos de la palabra “poder”. No hay ninguna duda de que, desde un punto de vista biotecnológico, tenemos la capacidad de intervenir en la vida humana emergente y alterar la cartografía de sus genes. Por tanto, en este sentido, sí que podemos mejorar las generaciones futuras, pero esto no quiere decir, necesariamente, que lo hayamos de hacer. El segundo sentido del verbo “poder” tiene una dimensión moral y se refiere a la licitud o ilicitud de un acto. Aquí es donde radica, primordialmente, la cuestión. No todo lo que podemos hacer tecnológicamente, tenemos el derecho de hacerlo. La pregunta esencial consiste en discernir dónde está el límite, quién pone el límite y por qué hace falta ponerlo en el caso de que sea necesario. ¿Por qué es más justo dejar a las generaciones futuras al arbitrio del azar o el destino o la providencia y no es más sensato diseñar, intervenir y programar desde la racionalidad humana? ¿Qué miedos atávicos despierta la posibilidad de introducir mejoras en la naturaleza humana? ¿Por qué aceptamos la terapia génica, la curación de enfermedades congénitas antes de que se manifiesten fenotípicamente, pero, en cambio, no aceptamos las enmiendas que significan mejoras en la naturaleza humana?

Lo que interesa pensar aquí es si moralmente podemos mejorar a los que vendrán

De entrada, pues, hay que distinguir los dos sentidos del verbo “poder”. Lo que interesa pensar aquí es si moralmente podemos mejorar a los que vendrán. Si nos inspiramos en los principios de la bioética norteamericana, hemos de tener en cuenta que para el principio de la no maleficencia (primum no nocere), tenemos el deber moral de evitar un mal, pero para el principio de beneficencia, tenemos el deber moral de hacer un bien al otro. Introducir una mejora en su estructura genética se podría interpretar como algo que está en clara sintonía con el principio de beneficencia y, en este sentido, no habrá ninguna objeción moral. Pero no solo, se han de tener en cuenta estos dos principios, sino también el de autonomía y el de justicia. Naturalmente, el que nacerá no puede decidir respecto a aquella intervención biotecnológica, porque, sencillamente, no está, pero, según algunos pensadores, sí que parece que tiene derecho a decidir quién el procrea y tendrá cuidado de él. Si sus progenitores están dispuestos a mejorarlo, a hacerlo más apto y más capaz para afrontar las contrariedades de la existencia, y, además, tienen capacidad económica para poder financiar estas técnicas, ¿por qué motivo se ha de impedir?. Al fin y al cabo, es propio de los padres buscar el máximo bien de sus hijos, intentar potenciar sus capacidades y hacerlos los más autónomos posibles. ¿Por qué motivo no se pueden introducir cambios en su estructura genética que vayan encaminados hacia este horizonte?

En este debate, pues, no se puede olvidar la práctica de la justicia distributiva. Dejar a un ser humano expuesto al azar de los genes puede llegar a ser muy injusto, sobre todo, si todo el mundo tiene la capacidad de intervenir y asegurar un mejor futuro. Otra cosa, muy diferente, es que no se tenga la capacidad de intervención y que la única actitud posible que nos quede sea la resignación estoica.  Pese a todo, si bien es injusto no intervenir para mejorar cuando se puede hacer, también es injusto que solo unos cuantos se puedan beneficiar de estas biotecnologías, mientras que otros que tienen menos poder adquisitivo hayan de estar expuestos al azar de los genes. Esta práctica es injusta para los más desaventajados económicamente.

En esta pregunta que intentamos responder, también hay que fijarse, muy atentamente, en el significado del verbo mejorar. Para poder discernir si alguien es mejor o peor, es necesario que, implícita o explícitamente, haya una idea de lo que es el bien y de lo que es el mal. Cuando un determinado proceso nos conduce hacia el bien, hacia el horizonte o arquetipo de la vida humana, decimos que es un proceso de mejora, mientras que cuando una técnica nos lleva hacia el mal, hacia aquello que podríamos llamar una vida indigna, decimos que aquellas técnicas empeoran. La cuestión clave radica en discernir sobre ¿cuál es el horizonte de la vida humana? ¿Cuál es el bien al que se aspira? ¿Tener más capacidad intelectual es mejor que tener poca? ¿Tener mucha resistencia física es mejor que tener poca? ¿Estar delgado es mejor que estar gordo? ¿Tener los ojos azules es mejor que tenerlos negros? En toda cultura hay un modelo de hombre y de mujer y decimos que un proceso es mejor que otro cuando nos conduce hacia aquel modelo.

Aquello que ahora podemos considerar que es bueno para las generaciones futuras, no lo sea en el momento en el que hayan de vivir, porque sencillamente cambie el modelo de hombre y de mujer

En este punto, pues, se abren algunos interrogantes menores. ¿Quién discierne el modelo? ¿Este modelo es relativo a una cultura y a un tiempo o tiene un carácter absoluto? Y si no hay consenso alrededor de lo que es el Bien, nos hemos de limitar a referirnos al Bien relativo y contextual. Raso y corto: los modelos cambian y se transforman a lo largo del tiempo, lo que significa que aquello que ahora podemos considerar que es bueno para las generaciones futuras, no lo sea en el momento en el que hayan de vivir, porque sencillamente cambie el modelo de hombre y de mujer.  En segundo lugar, el factor ambiental juega un papel determinante en la configuración de la personalidad física, intelectual, emocional y moral de la persona y, por tanto, hasta en el caso de que se aceptara la intervención en la estructura genética, esto de ninguna manera aseguraría la consumación del modelo.

Observamos, pues, que en una cuestión como esta hay implicado el debate alrededor de los derechos procreativos y de los deberes de los progenitores, la discusión alrededor del modelo de hombre y de la mujer que se elabora en el imaginario de una sociedad y la cuestión de la justicia distributiva. No creemos que se haya de ser maximalista en esta temática. Más bien pensamos que se ha de encontrar una solución ponderada que nos preserve de caer en dos extremos igualmente discutibles: la obediencia en aquello que Jacques Ellul llama el imperativo tecnicista (si se puede hacer, se ha de hacer)4 y la obediencia al imperativo naturalista (hay que dejar la naturaleza tal como es).  No creemos que se haya de sacralizar la naturaleza humana, pero tampoco creemos que se haya de introducir una alteración sencillamente porque tenemos capacidad tecnológica para hacerlo.

Pensamos, además, que tenemos el deber moral de mejorar individualmente, que el deseo de ser excelente en la vida social, política, profesional y espiritual es muy positivo, aunque entendemos que no hay una idea compartida de lo que es excelencia. Precisamente por este motivo, no tengo derecho a proyectarla, ni exigirla a mis descendientes. Tengo derecho a proponerla, a educarlos en una determinada dirección, pero no creo que tenga derecho a imprimir sobre su naturaleza, sobre aquello más íntimo de su biología, esta idea de perfección y excelencia que tengo como progenitor.

Tengo, pues, el deber de mejorarme a mi mismo, de ser más coherente y fiel a los horizontes que yo mismo me he fijado, pero no tengo el derecho a mejorar a los que vendrán

Desde nuestro punto de vista, esta proyección es un abuso del sentido de autonomía y una apropiación indebida del otro. Tengo, pues, el deber de mejorarme a mi mismo, de ser más coherente y fiel a los horizontes que yo mismo me he fijado, pero no tengo el derecho a mejorar a los que vendrán, aunque, paradójicamente, todos los padres esperamos que nuestros hijos sean mejores que nosotros, pero esta esperanza no se convierte en derecho de injerencia en su naturaleza biológica.

Citas bibliográficas:

Cf. G. PONTARA, Ética de las generaciones futuras, Ariel, Barcelona, 1990.
Sobre la polèmica vegeu: D. NATAL, Slöterdij versus Habermas. Humanismo, patria y metafísica, en Estudio Agustiniano XXXVI/2 (2001) 347-375.
Cf. J. HABERMAS, El futuro de la naturaleza humana, Paidós, Barcelona, 2002.
Cf. J. ELLUL, Le Système technicien, Calmann-Lévy, París, 1977. 

Para citar este artículo: Torralba F.  ¿Podemos mejorar las generacions futuras?. bioètica & debat · 2004; 10(37): 1-4